Por Walter Lezcano

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Guardamos cosas, porquerías para todos los demás, porque intentamos recordar y tener presente quiénes fuimos. Como si nos estuviéramos adelantando al alzheimer o como si dudáramos de nuestros ojos cada vez más débiles o porque somos fetichistas del éxtasis perdido en el flujo imparable de los almanaques.

Y abrís el ropero y ahí están: todas tus remeras negras o blancas o rojas que alguna vez te dieron más identidad que la bandera que flameaba en el patio del colegio.

Mierda, Wacho. Casi que es para ponerse a llorar o para anotarse en alguna religión que no pida demasiado de nosotros y ponerse a rezar.

Sin embargo (siempre hay un “pero” que nos rescata de la locura o la ira de Dios), es posible pensar, sin mentirnos, que somos algo más que meros acumuladores y que somos parte de una tribu. Sí, esa idea le da un aliento épico, atávico, a un hecho tan emblemático, iniciático y vulgar como el hecho de elegir con qué cubrirte el cuerpo.

Por eso elegimos la ilusión del rock. Esa utopía. Y también por eso cargamos nuestros cajones de remeras que representan algo más que una marca, que son una punta de lanza, la primera línea de fuego de nuestros más fuertes y adorados anhelos.

Oh, sí, queremos que nuestras remeras hablen por nosotros.

Queremos que esa tela que nos viste nos dé dignidad y le hable al mundo de una persona que está de pie y se enfrenta al derrotero existencial.

Queremos, por fin, crecer. Y, arriesguémonos, ser libres.

No es tan fácil como suena. Nadie nada nunca es fácil.

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El pasado sí ocupa lugar. Eso también lo dice una remera de rock. Y sobre todo, una que te querés sacar de encima.

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Uno empieza como explorador o, ya lo decía Bob Dylan, expedicionario de un mundo inabarcable pero con los límites bien marcados. Se llama rock. Lo aprendés en seguida. Nadie te inicia. Está en el aire que proviene de aquellos a los que te arrimás para mimetizarte o lamer eso que alguien dijo que era la “actitud”.

Y en el comienzo es una forma de vida, por supuesto, que está completamente separada de la vida civil, escolar y familiar. Por eso hace falta una remera, que sirve como un escudo y un mapa: una guía en ese territorio que es mejor que la existencia cotidiana. Es, además, un código, un tipo de lengua específica que aprendés a hablar y buscás que te calce como un guante.

Las remeras servían, entonces, para evitar que te destierren. Y supiste que querías quedarte para siempre en ese terreno. Se llama rock. Y tenía perfecto sentido para vos. Te cerraba por todos lados.

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Al comienzo eran remeras de bandas. Fuertes, desastrosas y alucinantes. No podías creer que esas personas con instrumentos eléctricos y problemas visibles de sociabilidad podían ser tan magnéticas. Así que te encantaba llevar esas caras en tu pecho y en tu espalda. Mostrabas con orgullo el nombre de esa banda como quien saca un cuchillo en una pulpería e intenta demostrar que tan grandes son sus huevos.

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Lo que sigue después es el limbo. Y, seamos sinceros, el desencanto. Es normal. Pasa en las mejores parejas. Lo bueno es que no te separás. Esperás a ver qué pasa, porque el amor está ahí todavía. No se termina. No tenés ninguna duda de eso. Solo es un proceso evolutivo donde la mutación es casi imperceptible pero es perfectamente sensible. Ya no te gustan tantos temas de una banda como para ponerte una remera que lleve como estandarte esas señas particulares.

Nadie te avisó que había que leer la letra chica.

Seguís comprando remeras que te quedan bien pero en las que no creés tanto. Así que las usás en los lugares más infames: en el trabajo, en las reuniones de consorcio, en actos escolares. Después ya no te las ponés pero las guardás porque no tenés tantos repasadores o trapos de piso. Y ahí van: de la mesa a la cerámica.

Es un viaje –lo comprendés con mucha claridad y calma– que vamos a hacer todos los seres humanos en algún momento.

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Y la verdad es que ya sos grande, te mirás al espejo de tu pieza y sabés que encontrás que todo es una aglomeración de insatisfacciones menos esa parte del planeta tierra que está habitada por el rock. Así que seguís con las remeras. Que se amontonan y forman una montaña más grande que la de Spinetta.

No te molesta esa montaña. La montaña es la montaña. La dejás a un costado y cada tanto la contemplás. Es una forma de meditación, de mirar adentro tuyo sin ningún filtro ni el ruido de los motores que siempre andan dando vueltas. Y eso siempre es sano.

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Por eso ya los nombres de banditas no te interesan más. Esas son simplemente olas. Y vos querés formar parte del mar.

Te tocan, todavía, está clarísimo, los estilos, los géneros. Más específicamente un género.

Las remeras que hablen de eso, entonces, ya no te pueden faltar y las usás con cierto orgullo, más interior que otra cosa. El pudor es algo bueno.

Empezás a curtir colores y letras que hablen de aquello que siempre te conmovió más allá de las modas de tu esquina mental: el punk-rock. Es hora de volver a las fuentes y meter ahí las patas otra vez.

Así que descubrís algo que ya sabías: que siempre es mejor ir al pasado porque ahí está el futuro. Eso nos lo enseñó Marty Mcfly.

Y te metés a una rockería cualquiera, puede ser Lomas de Zamora o Haedo, y buscás una buena remera, otra más. Notás que, mirá vos, estás en Adrogué y que la remera que estabas buscando era una que ni te imaginabas que existía. A veces, el mejor plan es no tener un plan.

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Todo esto para decir que la mejor remera que encontré en mi vida es la de uno de los mejores discos que compré en mi vida.

Es verde. Y dice: Pescado rabioso, Artaud, 1973.

Cuando salió ese disco yo no había nacido. Cuando yo me muera ese disco seguirá sonando.

Amo mi remera.  Es una buena compañera.//∆z

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Walter Lezcano (Goya, Corrientes, 1979) Docente. Periodista freelance. Colaboró en Crisis, Brando, Revista Ñ, Rolling Stone, Ni a palos, Eterna Cadencia, Cultura de Clarín, Radar de Página/12, Tiempo Argentino, Inrockuptibles, Bacanal, Otra Parte, Anfibia, La Agenda, Ideas de La Nación y Playboy Argentina. Editor en Mancha de Aceite. Publicó Jada Fire (Difusión Alterna, 2011), Los Mantenidos (Funesiana, 2011), Tirando los perros (Gigante, 2012), 23 patadas en la cabeza (Difusión Alterna, 2013, Eloisa Cartonera, 2015), Humo (Vox, 2013), Calle (Milena Caserola, 2013), El condensador de flujo (La carretilla roja, 2015), Los Wachos (Editorial Conejos, 2015), Fractura expuesta (Interzona, 2015),La vida real (Viajero Insomne, 2015) y Suena el afilador de cuchillos (Nulú Bonsai, 2016). Participó de la antología Esto pasa. Poesía en Buenos Aires (Llanto del mudo, 2015).

 Texto originalmente publicado en la antología Una Remera Rockera 

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