Sobre el vigésimo cuarto disco de uno de los cuatro grandes del thrash metal. O tal vez el segundo desde que los astros se alinearon nuevamente en el universo del colorado.

Por Gabriel Feldman

Nunca un universo fue tan rojo. O más o menos rojo: “La filarmónica del colorado”. Ese apelativo que lo(s) ha envuelto en nuestro país desde una seguidilla de shows reveladores a mediados de los noventa es la definición exacta. Megadeth fue, es y seguirá siendo la banda de Dave Mustaine. El colorado, para nosotros. Sus amados argentinos: son grosos, sépanlo. La historia de su formación post-frustración metallica es más que conocida y alimentó una de las tantas dicotomías musicales que entretuvieron horas de clase y tertulias varias.

En el período que recorre 1990 al 2000, Mustaine encontró sus mejores refuerzos. Y a buenos entendedores pocas palabras, dicen.  Ese fue el póster que perpetró a Megadeth en las paredes de adolescentes enojados. Jóvenes pelilargos no tan agraciados, caras de pocos amigos, prolijamente desaliñados, con la belleza que otorga una Flying V en la mano y toda la pomposidad del metal. Melenas, camperas de cuero, chupines y cinturones con municiones, incluidos. Así posaban parte de la monarquía del trhash: Marty Friedman, Nick Menza, David Eleffson y Mustaine. Pero el rey es uno sólo, y entre peleas, drogas, alcohol, idas, rehabilitaciones varias, roturas de ligamentos, un hiato, encontrar a la fe, Mustaine fue reconstruyendo a su frankenstein a imagen y semejanza. A veces con mejor respuesta de la crítica y el público. Otras sólo del público.

Lo cierto es que en estos últimos años -a diferencia de muchos de sus contemporáneos-, Megadeth se ha mantenido vigente no sólo por su nombre. Por supuesto que ha habido oportunidades para festejar aniversarios y efemérides, pero también para sacar nuevo material. Sí, canciones que se tocan en una gira y después quedan, en su mayoría, en el olvido. Parte del negocio. Así son los compromisos de una banda de nivel planetario. Todo bastante formal. Como debe ser. Si es una gira presentación de disco serán tres o cuatro temas. Dependiendo de los singles. Después, como las sugerencias de Facebook, lo que tal vez quieras escuchar, que para eso pagamos, dirán: clásicos.

A pesar de esta situación Megadeth ha sabido sacar muy buenos álbumes. Luego de The System Has Failed (2004)  -un esfuerzo solista con sesionistas de lujo- que le devolvió el pulso al monstruo que estaba en coma, United Abominations (2007) nos trajo un lustro de bienestar con las primeras notas de estabilidad. La optimización siglo XXI. Después vendrían las ratificaciones de Endgame (2009) y Thirtheen (2011). Nada mal para una banda con tantos compromisos y reconfiguraciones. Eran ya otra banda. Mi propio Megadeth. Lo que ha logrado la filarmónica desde aquél opus de 2007 es la reconfiguración y consolidación como banda, como un todo. Hacía un par de años que Shawn Drover ya se mantenía sólido en la batería, y fue el ingreso de Chris Broderick en la segunda primera-guitarra durante la gira de presentación del 2008 lo que reconcilió el pasado con el presente. Ese muchacho casi ignoto para la gran mayoría se convirtió en el contrapeso adecuado del todo poderoso. Algo similar a lo que habrá sido esa histórica dupla con Friedman. Con la vuelta de David Ellefson después de ochos años, finalmente parecía que los planetas se terminaron de alinear, y la banda recuperó algo adicional de su identidad. Ya no era sólo el renegado Mustaine y compañía.

Super Collider se inscribe así en la extensa discografía de una banda que ya es. Después de la trilogía editada por Roadrunner Records -tres discos que no pueden olvidarse así nomás pese a que hoy por hoy no se encuentren “en el canón de clásico Megadeth”-, está este nuevo ejemplar, el primero en ser editado bajo el sello de Mustaine (Tradecraft) en conjunto con Universal Music. Quizás eso explique algo del sonido ablandado. Un enfoque hard rockero, más accesible al escucha ajeno, hasta con una aproximación al country (“The Blackest Crow”) y un cierre con cover de Thin Lizzy incluido (“Cold Sweat”) -un jugueteo al que ya nos han acostumbrado a lo largo de su discografía, incluyendo  versiones de Black Sabbath, Led Zeppelin y Alice Cooper, entre otros-.

A diferencia de sus antecesores y pese a realizar incursiones de corte más thrashero (después de todo es Megadeth) y centrar sus letras en las temáticas acostumbradas (guerras, ciencia, tecnología y relaciones afectivas conflictivas), el resultado global no despierta las mismas sensaciones. Es más opaco. Más light también, pero no es sólo eso. Tampoco está Vic Ruttlehead en la tapa. Puede que sea el orden de los tracks. O la voz de Dave que suena más áspera que de costumbre. No importa, hay tiempo para volver a escucharlo. No está tan mal por ser el vigésimo cuarto; segundo desde que los astros comenzaron a alinearse. Es por sobre todo la ratificación de Megadeth como Megadeth. Veremos qué les depara el futuro. Por lo menos hasta que decidan enterrarlo. De todas formas, no podemos librarnos del arsenal de la megamuerte, por lo menos eso dicen.//z

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