Por Ariel Idez 

Mi primera remera rockera fueron dos, ambas de Gun’s N’ Roses, que me compré a los catorce años con unos difusos ahorros en la ya extinta galería Churba de Cabildo y Juramento. Una era negra, con el clásico logo de la calavera atravesada por pistolas y coronada por una galera, la otra exhibía una foto del histriónico Axl Rose desgañitándose la garganta en uno de sus memorables agudos en falsete. En aquella época era un gran fanático de las remeras y hubiera asesinado por una de esas casacas negras con impresionantes ilustraciones de las Harley Davidson Motor Cycles que la paridad cambiaria hacía llegar de a montones, con su imaginario de coyotes, panteras e indios siuxies, aunque me faltaban el impulso asesino y el presupuesto. Pero no es de esas remeras de las que quiero hablar, sino de otra, vinculada a otra cosa que hice por primera vez en la vida. A mis trece años, en el Musimundo de Puente Saavedra por el que pasaba cuando salía del colegio, me compré mi primer cd: era el Live de AC/DC. Llegué a casa, destrocé el celofán que lo envolvía y puse el disco en la bandeja de un minicomponente Noblex que mis viejos habían comprado unas semanas atrás y que traía incorporada la novedad tecnológica del momento: el reproductor de “discos compactos”. Lo primero que se escuchó fue un silencio y temí que el aparato o el disco estuvieran fallados, pero al subir el volumen advertí que era el rumor de la audiencia antes de la aparición de los artistas, de inmediato empezó a sonar un riff agudo de guitarra que todavía recuerdo (que voy a recordar hasta el último día de mi vida) y que desembocaba en un sonoro ohohohohohoh… ¡THUN-DER! que coreaba la multitud hasta explotar en el grito entre dientes apretados de Brian Jhonson: ¡Thunderstruck! Y recién iban dos minutos cincuenta segundos de reproducción.

Aunque suene raro, llegué a AC/DC a través de la literatura: la primera vez que escuché hablar de esta banda australiana de hard rock fue en un cuento de terror de Stephen King, en el que un personaje borracho intentaba evitar quedarse dormido boca arriba “para no morir ahogado en su propio vómito como Bon Scott”, el primer vocalista del grupo. Mucho tiempo después me enteraría de que King sólo puede escribir con AC/DC sonando al palo y un poco antes vería su película, Maximum overdrive, que cuenta una bizarra rebelión de las máquinas contra el hombre y que empieza con un descalabro en la ruta mientras escuchamos de fondo “Who made who”. Así que no es de extrañar que mi camiseta preferida fuera de AC/DC: era una remera “batik”, extraña mezcla de artilugio textil hippie con logo de banda rockera. Llevaba impresa en líneas rojas el nombre del grupo con su inconfundible tipografía y el rayo que separa las siglas y más abajo un diablito que infundía más picardía que temor al pecado, todo en los tonos grises y azules mixturados del batik. No puedo recordar las circunstancias en las que adquirí la prenda, pero sí que la cuidaba como mi indumentaria más preciada. Solía ponérmela, para exhibirla bajo una camisa abierta, cuando iba a bailar y disfrutaba con los tonos que adquiría bajo las luces ultravioletas de los boliches. Además me calzaba perfecta: ni holgada ni adherida al cuerpo. Mi obsesión en su cuidado hizo que durara varios años y me acompañara en el arduo trance de la adolescencia a la primera juventud. Cuando ya empezaba a transitar los pasillos de la Facultad de Sociales, una noticia me sacudió por completo: AC/DC venía por primera vez al país, para tocar en el estadio Monumental. Consulté a mis amigos, pero no encontré a nadie con suficientes ganas o presupuesto para acompañarme, así que sin esperar socios me encaminé a la boletería de River con la misma alegría y convicción con las que adquirí aquel primer cd. El día del recital, en la casa de mis viejos donde todavía vivía, me preparé a conciencia para el evento: tras ducharme y calzarme mis zapatillas de jugar al fútbol y mi jean de batalla, me quedé mirando el guardarropas con el torso desnudo y algunas gotas que todavía chorreaban de mi cabellera. Consciente de lo que significaba, tomé con mis dos manos mi remera de AC/DC, la desplegué como la amada bandera que se lleva a la batalla y enfundé con ella un cuerpo ágil, fresco y flexible. Tres horas después todo estaba oscuro y en silencio, como aquella primera pasada del disco, sólo que esta vez yo sería parte del coro y de la fiesta junto a otros miles y miles de cuerpos con los que me apretaba. Ya podía olfatear ese inconfundible olor a recital: mezcla de vapor, sudor y adrenalina. De pronto se apagaron las luces, el estadio se fundió en un solo grito y por todos los parlantes en su máximo volumen sonó el riff de “Back in black”. Ese fue el inicio de un ritual privado de más de dos horas en el que, con la ayuda de la banda australiana y de otras sesenta mil personas, fui dejando atrás jirones de mi adolescencia que se iban desgarrando junto con las costuras de mi amada e inolvidable remera de AC/DC.//z

Ariel Idez (Buenos Aires, 1977) es escritor, docente y periodista. Acaba de publicar Elogio de la pérdida y otras presentaciones (interZona).