Por Matías Aldaz

El primer cedé que tuve lo compré en el 89 en Uruguaiana. En ese tiempo vivía cerca de ahí, en Paso de los Libres, a sólo un puente de distancia. El disco era el primero de Legião Urbana, editado en 1985. En la tapa tiene una foto en la que están los que por entonces eran sus cuatro integrantes, uno atrás del otro. Es una foto rectangular. Y simétrica: dos miran a cámara, dos no. Adelante está Renato Russo, cantante y letrista de la banda, con anteojos de lectura.

Aquel día, al llegar a casa, puse el disco en la compactera y lo escuché tres veces seguidas. Fue magnético, seductor, como cuando encontré una revista porno de los carnavales de Río en la pieza de mis padres. Era un disco rabioso, lleno de arreglos simples y perfectos. Con guitarras punk sin distorsión tocadas por Dado Villa-Lobos, que por momentos te envolvían con efectos y armónicos, con baterías que parecían salidas de una máquina de secuencia (similar a lo que haría otro brasileño, Fabrizio Moretti, de los Strokes, veinte años después), pero que eran ejecutadas con belleza por Marcelo Bonfá, con líneas de bajo certeras a cargo de Renato Rocha, y con letras limpias y directas escritas por Renato Russo, que casi siempre recurría a la primera persona del plural, y que parecía saber de antemano que iba a representar y a interpelar a toda una generación.

Durante varios meses fue el único disco que tuve. No necesitaba otro. En ese tiempo las cosas tenían el carácter de ser fundamentales. Era todavía época de secundaria en la que cuando nos rateábamos con mis compañeros íbamos a deambular por Uruguaiana. Nos encontrábamos a las siete de la mañana en la parada de calle Coronel López, nos sacábamos los guardapolvos, tomábamos el colectivo Perini y, aunque éramos menores sin autorización, pasábamos sin problemas la aduana internacional. Allá andábamos de un lado para el otro, íbamos al supermercado Rispoli a desayunar torradas con guaraná, a la feria del Caburé a comprar boludeces, a las tiendas de ropa por kilo a ver si encontrábamos algo barato, y de paso mirábamos sin descaro a cuanta brasileña nos cruzábamos, total no nos conoce nadie, decíamos.

Yo me las arreglaba mientras para buscar la remera de Legião Urbana en la diquería Bolson y la Multison, los dos únicos lugares que vendían remeras de rock. Pero no la encontraba. Sí veía de otras bandas brasileñas, como Sepultura, Ratos de porão, Overdose, Sarcófago. Todas de la marca Megaforce, que eran lindas y de una tela infinita. Recuerdo una blanca de Soungarden con la tapa del disco Badmotorfinger, que terminó de trapo para encerar el piso de mi casa, después de que mi hermano y yo la usáramos más de quince años.

Tuvo que pasar mucho tiempo para encontrarla. Fue recién hace tres años, en unas vacaciones en Capão de Canoa, una playa fiestera al sur de Brasil. La casa de música, que estaba en la calle principal de la ciudad, tenía más pinta de hamburguesería que de disquería. Yo había cruzado varias veces por adelante sin darme cuenta. Hasta que una tarde en que andaba más lúcido que de costumbre vi que eran discos y no hamburguesas los que estaban en la vidriera. Había de samba, de sertanejo, pagode y música extranjera, y algo de rock brasileño: Planet Hemp, Charlie Brown Jr., O Rappa, os Paralamas do sucesso, y no mucho más.

Seguí en la vidriera hasta que miré hacia adentro. Al fondo, al lado de un mostrador había un perchero largo lleno de remeras colgadas, una atrás de la otra, en fila. Estaba enfrentado a las estanterías de discos. Eran todas remeras negras. La primera, lo recuerdo bien, era la de Megadeth, del disco Countdown to extinction.

Desde afuera se escuchaba un pagode cadencioso. Adentro, detrás del mostrador, un viejito acompañaba la música con la cabeza. No había nadie más adentro. Entré y fui directo al perchero. Eran todas de tapas de discos y de bandas heavys. Kill ‘em All de Metallica, Cowboys from hell, de Pantera, alguna de Iron Maiden, Slayer. Cuando llegué a las últimas diez ya casi no tenía esperanzas de encontrar nada de Legião. Pero faltando alrededor de tres o cuatro vi una remera de Renato Russo que decía bien grande Legião Urbana en la espalda. Estaba él solo, con una camisa blanca con volados y una flor en la mano. Una foto hermosamente cursi que ya había visto varias veces. Pasé otra más y Renato de nuevo, una foto no tan conocida, en la que está tocando el bajo cuando la banda recién empezaba, en Brasilia, allá por principio de los ochentas, en plena dictadura. La miré durante un rato. La remera que tenía puesta Renato en la foto también era linda, una musculosa blanca que tenía tres X en el pecho. Ésa fue mi opción uno hasta que pasé a la siguiente. Una remera que tenía en el frente una medialuna y una estrella dentro de un círculo. Encima decía grande Legião Urbana con la tipografía de máquina de escribir y en mayúscula. Todo en color gris. Era el arte de V, su quinto disco, el más difícil pero también mi preferido. Un disco sosegado, aplacado, pero también nervioso, que transitaba por letras más místicas e instropectivas que los anteriores. También algo experimental, tenía “Metal contra as nuvens”, la Rapsodia bohemia latinoamericana entre las nueve canciones.

La saqué del perchero. Era inmensa, dos o tres talles más grandes del que usaba. Le pregunté al viejito: oi, ten mais pequena? Não, é a única que têm deles. Miré rápido las tres o cuatro que me faltaban y sí, era la única. Me la puse encima de la que tenía, me quedaba como un camisón. Quanto sai?, pregunté. Treinta reais. Me miré en un espejo que estaba al lado del mostrador. Me di cuenta que ni siquiera se leía Legião Urbana, la letra ele y la última a de Urbana se metían debajo mis axilas. Enseguida pensé en mi mamá, ella quizás me la podía achicar. Era de darse maña con las costuras y esas cosas. La compré. Cuando se la mostré me dijo que era imposible, que por ahí podía tomarla un poco de los costados, pero que que no iba a quedar bien. A ver, dámela, que la pongo en remojo con agua caliente, me dijo, así se achica seguro. ¿Con agua?, le pregunté. Puso la remera en un latón en agua humeante y la dejó toda la siesta al sol. Cuando se levantó la enjuagó y la colgó en la soga que cruzaba el patio. Yo esperé que se secara y a la noche me la puse media húmeda, todavía. Me di cuenta que no se había achicado nada de nada, la ele y la a seguían metiéndose debajo de mis axilas, y además había perdido un poco de color. Cuando mamá me vio me dijo: Viste, te dije o no te dije que se iba a achicar. Sí, gracias, vieja. De nada, me dijo y se me acercó y me alisó la parte de adelante y la de atrás con la palma de la mano. Así está mejor, me dijo, y se fue. La remera me quedó planchada para siempre.//z

Matías Aldaz (Federación, Entre Ríos, 1976). Abogado y músico. Actualmente vive en Buenos Aires e integra la banda de folk-rock Hasta los pájaros. Publicó los libros de cuentos Esas nubes (Simurg, 2009), D’accord (DifusiónAlterna Ediciones – Escrituras indie, 2013) y La lluvia cae en todas partes (Mulita, 2014). También publicó relatos en antologías y revistas.

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