Por Silvina Giaganti

El mito, grabado en piedra y registrado en las biografías autorizadas y otras que no tanto, dice que Madonna Louise Verónica Ciccone viajó desde Michigan, lugar en el que nació y vivió con su familia numerosa de raíces italianas, a Nueva York a los 18 años. Que se tomó su primer avión, luego un tren y que cuando se subió a un taxi le dijo al conductor: llévame al centro de todo. Él la dejó en Times Square con lo que llevaba encima: una bolsa con mallas de ballet, un saco raído, 35 dólares en el bolsillo y el deseo de dominar el mundo.

El mito también dice que tuvo que trabajar de cualquier cosa para mantenerse mientras alimentaba la expectativa implacable – en una ciudad implacable y hostil – de llegar lejos.

Pero antes de convertirse en la mujer más poderosa, sexual e intuitiva del mundo (si la intuición es un reloj que adelanta unos segundos, ella lo usó para detectar lo que estaba en el aire como una bruma sin forma) fue moza, posó desnuda en escuelas de arte, vendió rosquillas y  trabajó en un restaurant chetísimo de Manhattan, el Russian Tea Room, como encargada del guardarropas. En una entrevista, recordando el modo de vida de esa época, contó que miraba como bebía y comía la gente rica para saber hacerlo una vez que llegara a ser como ellos.

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Si queremos explicar la forma de plantarse frente al mundo de esta celebridad de un metro sesenta y dos, descarada, atrevida y carismática, podemos chapucear con los conceptos de voluntad de poder y conatus. Workaholic, marcial y ultra disciplinada (hace poco leí que el premio que se permitía por su espartano entrenamiento diario era una tostada con mermelada por semana), la fortuna la dotó de una voz más que competente y un talento para bailar enorme que aprendió en las clases que tomó en su Michigan natal y perfeccionó en los clubes de Detroit y Nueva York. Su lenguaje corporal universalmente comprensible trepa por los ríos de la música como las sirenas de La Odisea: irresistible remar contra su atracción.

Su brazo armado teórico fue Camille Paglia, especialista en estudios culturales, y acusada con una reiteración que aburre de ser planta permanente en el arte de la provocación. Paglia, sin embargo, fue bastante astuta para convencernos de sus posiciones en favor de gozar fuertemente del sexo, de la pornografía y de una mirada no condenatoria de la prostitución. Una explicación bastante atractiva por su formato de hit.

Paglia tipeó la forma en que Madonna, desde su aparición, traccionó el feminismo. En una nota escrita en el New York Times a fines de 1990 con el título Finalmente, una feminista de verdad, Paglia aprovecha la censura en MTV al video “Justify my love” para pegarle al regimiento de lo que consideraba feministas mojigatas que se resistieron con ganas a ver a Madonna, desde el principio, como una de las suyas. Con malignidad, Paglia recuerda que, a mediados de los ochenta, la revista feminista Ms Magazine la consideró una ráfaga en el mundo de la música, mientras señalaba que la duradera iba a ser Cindy Lauper. Si la intuición es como un reloj que adelanta unos segundos, el tiempo es un acomodador de sala que pone las cosas en su lugar.

Los primeros tres casettes que pedí que me compraran – y no que copiaran – fueron Dirty Work de los Stones, porque me enloquecía la base gomosa de la canción Harlem Shuffle; Thriller de Michael Jackson porque Billie Jean me parecía uno de los temas indestructibles del mundo, aunque desde hace unos años Human Nature me parece la canción más conmovedora de ese disco; y Like a Virgin de Madonna.

Sincronizada con el mundo de la televisión en color, la irrupción de los videoclips y de las imágenes ametrallando las pantallas encendidas en las marquesinas de la grandes ciudades, Madonna lo explotó y se dejó explotar en cantidades iguales. Una magnate y obrera de su imperio.

Acá en Argentina pasaban sus videos los sábados a la tarde en un programa que se llamaba El Club de Madonna. Lo conducía Divina Gloria. Mientras mi mamá levantaba la mesa, yo me quedaba idiotizada frente a las imágenes paganas de “Holiday”, “Like a Virgin”, “Papa Dont Preach”. Incluso seguí el minuto a minuto del revuelo que causó unos años más tarde el video “Like a Prayer”, pionero en el recurso madonnista tan rendidor de mezclar imágenes sagradas y llenarlas de connotaciones sexuales para armar un esquema bien chocante para los padres de las hijas que, para oponerse y distanciarse de ellos, más la imitaban.

En un hotel de Río de Janeiro, 20 años después, me volví a quedar completamente capturada cuando vi en la tele gigante del lobby el video de “Hung Up”, el primer corte de Confessions on a Dance Floor. El equipo de gimnasia azul con el que entra a la sala de baile, el pelo a lo Farrah Fawcett los tacos, la malla rosa chicle que se deja puesta para elongar esas piernas increíbles y decir: estoy acá, soy la puta ama del circo y no pienso dejarlo.

¿Qué significa que una mujer “inspira” (palabra espantosa) a otras mujeres? Creo que es una mezcla de que -en el lejano oeste de la fantasía- queres coger con ella, te medís con ella, le copias la ropa y el mentón bien arriba, y que de algún modo extraño sabés que su paso por la vida te aflojó tu propio cuerpo. Bueno: Madonna.

Con un vestuario entre normcore y punk, mezcla de Ejército de Salvación, ferias americanas, placares de madres y hermanas, jean y cuero, botamangas y Dr Martens, “Borderline” sigue siendo un tema y un video perfecto. Una canción de amor insatisfactorio pero que algo debe dar, la tensión entre armar algo con otro y armar algo con la propia libertad, un amor latino reactivo y celoso que encarna el estancamiento y un fotógrafo sofisticado que encarna la ambición. Y en el medio de todo eso, una chica bailando abajo de un puente y masticando chicle, mirando a cámara como si se comiera el mundo entero con un chaleco de jean y toda la juventud de la personalidad más importante del siglo 20.//∆z

Silvina Giaganti nació en Avellaneda. Estudió Filosofía en la UBA y se recibió. Es docente. Escribe en cualquier lado. Vive con Poxi, su perra de 14 años, en Monserrat.

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