Presentamos el primer capítulo de Los enfermos, primera novela de Rozenblum editada por Alto Pogo.

1.

Que no haga ruido.

Que no se den cuenta.

Que no se me doblen las rodillas.

¿Qué hace acá? ¿A qué vino?

Agarro los tobillos de Manuel para no caer al piso. Para no golpearme.

Estoy seca y el roce duele.

Tengo ganas de hacer pis y me hago encima.

Hija de puta, dice Alfredo con su voz grave, me measte los pantalones, la puta que te parió.

Me lo dice al oído, mientras me pellizca la cola donde ya tengo dos moretones. En los huequitos donde le gusta apretarme con sus dedos.

El pis chorrea por una de mis piernas y entra en mi zapato.

Alfredo se va de la habitación cerrándose la bragueta.

Yo, en cambio, intento no mirar a mi Manuel. Pero no puedo. Sigo con las manos en sus tobillos. Tiemblo.

El olor inunda todo.

¿Qué le voy a decir a la enfermera? ¿Que Manuel se meó?

Bajo mi pollera, la acomodo. Busco un trapo, algo para limpiar. Encuentro unos pañuelos y me pongo a secar el piso. El olor no se va, no se limpia, persiste.

Escucho voces detrás de la puerta.

Tengo que hacer algo.

En el pasillo, agarro un vaso de un dispenser y vuelvo a la habitación.

Entro al baño. No me miro en el espejo.

Acomodo el vaso entre mis piernas. Salgo.

Me acerco a la cama de Manuel. Sigue quieto.

Que no se le ocurra moverse justo ahora.

Levanto la manta, la sábana y desconecto la sonda.

No pienso en el dolor que habría sentido si hubiera estado despierto.

Desparramo el pis.

¿Se movió? Manuel mío, ¿te moviste? ¿Me escuchás?

¿Escuchás a mamá, querido?

Manuel, ¿me escuchás?

Enjuago el vaso, se me cae, lo levanto, lo lavo, lo tiro, me limpio y toco el botón para llamar a la enfermera.

Me parece que se hizo encima y se movió, se movió, yo lo vi. No, no fue un reflejo. Dígame que no. Que sintió mi pis tibio.

La enfermera me corre. Vamos a cambiarlo. No se inmuta, no le importa.

¿No le importa que se mee o que se mueva?

Mire que si lo vi es porque lo vi; no fue como el otro día.

Me siento en el sillón. Quiero apretar un almohadón pero mis dedos resbalan por la cuerina.

Junto las piernas. Sigo húmeda, dolorida. Las abro.

Que entre el aire.

Que sane.

Si me cura, entonces tal vez también pueda curarlo a él.

Volvemos a quedarnos solos, como siempre.

Mejor así.

Le voy a decir a la enfermera que no quiero visitas.

Que si vuelve a aparecer Alfredo tampoco, que primero me consulten.

Lo voy a hacer.

Que qué me importa que él sea el padre, yo soy la madre, yo estoy acá.

O que le digan que se mudó de habitación, que ya nos fuimos para casa.

Voy a decirlo con ímpetu. Aclaro mi garganta. Enderezo mis hombros.

Se lo pido y los ojos se me llenan de lágrimas.

Enseguida me retracto. No, no quise decir eso.

Pero ¿podría estar algún médico presente en caso de que vuelva?, pienso.

Digo, por Manuel.

¡Imagínese que abre los ojos y no lo reconoce!

Porque yo le hablo siempre; de mí no se puede olvidar.

¿Hoy es miércoles otra vez?, pregunto.

Claro, mi papá que entre.

Acaricio a Manuel. Le acaricio la frente. Extraño cuando tenía rulos, los tiraba para atrás y volvían a caer.

Pelado también es lindo, pero se le ven las cicatrices.

¿Por qué no dejan que le crezca un poco el pelo? Algo. Apenas.

¿Por qué matan todo indicio de vida que nace de él?

Lo rapan, lo afeitan, le cortan las uñas, me dicen que es una cuestión de higiene y que si se mueve es una cuestión mecánica.

Menos mal que papá no llegó cuando estaba Alfredo.

¿Lo habría planeado?

Miro el reloj: todavía faltan unos minutos. Él siempre está puntual. Viene antes y espera en el pasillo. Es lo único que respeta.

Escucho los golpes en la puerta.

Camina directo a Manuel y me mira: me quiero quedar solo, dice.

No, pienso, yo no me despego de mi hijo.

No se puede, papá, digo. Tiene que haber un familiar directo o alguien del cuerpo médico, ya sabés.

¿Y yo qué mierda soy?, responde y acerca una silla a la cama.

Le agarra la mano y lo rasca.

¿Por qué no lo cambiás a un hospital de verdad? Te dije que te consigo lugar en el policlínico.

Me dan ganas de estornudar. Me froto los dedos contra la nariz.

Tengo contactos, insiste.

Miro las paredes limpias, las sábanas limpias y bien dobladas, el silencio generalizado.

Es muy bueno el arreglo que logré acá, pienso.

¿Y si lo llevamos para casa?

No se cansa de ofrecer opciones, no entiende que no nos vamos a mover, que en otro lado Alfredo tendría incluso mayor acceso.

Después empieza con la historia semanal:

Vos tenías seis o siete años. Pasábamos toda la tarde en el living de mi casa. Mientras leía el diario, me peinabas. Usabas un peine y un vaso de agua. Lo mojabas y me peinabas una y otra vez hasta que te daba propina. No es que querías ser peluquero, eh…

Papá tiene manchas en el cuello. Parece que le hubieran apoyado un saquito de té.

Papá solo se acuerda de lo que pasó hace mucho. Y de lo que le pasó a Manuel.

Eso no me lo perdona.

Como si yo hubiera podido intuirlo.

El chico tampoco es un nene, pienso para justificarme.

Pero sí, es el mío.

Es mi culpa. Una madre no deja que esto le pase a su hijo.

¿Cuánto tiempo más lo vas a tener así?, dice.

Quiere que lo saquemos a pasear, insiste en que eso va a devolverle la vida. Aunque sea por los pasillos, al piso de abajo a ver a otros enfermos.

Empieza a llorar. ¿Cómo puede ser que un pibe tan joven no tenga ganas de vivir? ¿Qué me queda a mí? ¿Qué me queda?

Sigue llorando. Manuelito, ¿qué me hiciste? Manuelito, ¿qué te hicieron?

Después pregunta por Alfredo.

Le digo que está muy ocupado, que no pudo venir.

Hace dos meses que no viene, ¿qué le pasa ahora?

Llama todos los días, miento.

Dejá de defenderlo.

Cruzo las piernas, las aprieto. Tengo la ingle paspada. Me seco detrás de las orejas.

Quiero abrir una ventana, dice papá. Yo quiero olvidarme de lo que pasó hace un rato, pienso.

Alfredo entra, ¿qué hace acá? Me dice que salga. Está con Manuel a solas por más de media hora. Me dice que entre, no me habla. Me sigue, envuelve mi cintura, no me deja avanzar al sillón. No quiero hacer ruido. No quiero que Manuel nos vea. Con una mano cruza mi panza, me dobla sobre la cama. Tengo la cara entre las piernas de mi hijo. Agarro sus tobillos. Alfredo se baja los pantalones, me sube la pollera. Después pone su mano en mi nuca y me penetra. Estoy seca como un desierto. Junto las piernas y él las separa. Se abre paso entre ellas. Las despega. Las secciona a pesar de la fuerza con que intento mantenerlas unidas. Cuando eyacula, su voz suena como el gorjeo de los pájaros. Pero esta vez no lo hace, porque antes yo me hago encima y lo mojo.

Las ventanas no se pueden abrir, le digo a papá. (Las ventanas están selladas para que los internados no se tiren. Ojalá eso pudiera hacer Manuel. Intentar algo).

No te levantes, digo después. Si querés hoy quedate un poco más, por favor.

Hasta que se haga de noche, me acueste junto a Manuel y podamos dormir en paz.

Mientras tanto, papá sigue rascándole las manos.

Algo que hace desde que tengo memoria.

Me acerco y paso un paño mojado por la cara de Manuel, seguro que también tiene calor. Veo las lágrimas de papá y busco un pañuelito.

Qué viejo puto me volví. Se seca con las mangas de su camisa y se para. Mejor me voy.

No sé qué hacer para evitarlo. Empiezo a pasarme el paño mojado por la frente, finjo que voy a desmayarme.

No se da cuenta, no repara en mí, no ve que no quiero quedarme sola por si vuelve Alfredo.

Toso.

Toso y no me escucha.

No gira la cabeza.

No saca los ojos de los ojos de mi hijo, a pesar de que están cerrados.

Entonces vuelvo a acercarme, me quedo de pie al lado de la cama. Beso la cruz que cuelga en la pared y que Dios me perdone.

Con disimulo estiro un brazo de Manuel para que se mueva, y que eso haga que el otro también. El otro que sostiene papá.

¡Se movió!, grita con la mirada desorbitada. ¡Se movió, se movió!

¿Manuel, te moviste?, pregunto en voz alta.

¡Te digo que se movió!, insiste papá y atrae a la enfermera por los gritos.//∆z

los enfermos