Segunda parte de la selección de aquellos discos que marcaron el camino y que, en algunos casos, marcaron un nuevo rumbo dentro de una escena que ha crecido en Argentina como en ningún otro lugar del mundo.

Por Pablo Lakatos

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5 – Dragonauta – Luciferatu

Dragonauta es una banda que desgraciadamente, está un poco signada por los problemas. Su carrera, iniciada en 1999, se ha desarrollado de forma errática como un constante lucha estéril. También es que no tocan ni stoner, si no que son más contreras todavía. Lo de ellos es el DOOM, ese hermoso estilo de música que se fue desarrollando de a poco pero sin interrupciones desde ese primer disco de Black Sabbath. Melodías funerarias, riff ultra lentos, una importante construcción atmosférica y esa estética maravillosa construida desde y apoyada en la iconografía cristiana.  El doom, como ellos mismos reconocen, es un género que prácticamente se para en las antípodas del éxito comercial, pero no desde la pose sino desde lo más intrínseco de su ser, porque son canciones que simplemente no se pasarían nunca en las FM. Y por acá viene lo de lucha estéril, ya que la banda siempre se ha caracterizado por la frescura de sus composiciones y la contundencia y calidad de sus presentaciones en vivo.

En sus trece años de carrera han sacado tres discos y dos split, se han conformado en 4 formaciones distintas y han reformado constantemente su sonido y sus ideas, siempre manteniéndose en un espacio extremadamente personal  y novedoso, que alternativamente se ha encolumnado con las búsquedas estéticas de la vanguardia del heavy metal internacional, o se ha alejado de ellas. En sus tres placas podemos apreciar de forma muy patente su evolución: de ser la banda más oscura y esotérica del metal nacional, que llevaba al extremo los postulados de distorsión y necro-psicodelia de los popes de los sesenta y setenta, fueron evolucionando hasta convertirse en “La banda más rápida de Doom Metal del mundo”. Cuando te plantás en un género que se constituye en la densidad y la conjuración mántrica  de riffs ultra pesados tocados a la velocidad que se pudren las cosas (o sea, muy lento), es todo un desafío acelerar el ritmo, acelerar las canciones y que además, no solo que no queden ridículas, sino que el disco resultante sea una perla satánica de principio a fin.

Nunca lo sabremos con certeza, porque todavía están encerrados en sótanos y antros de nuestra capital, pero su movimiento, su propuesta en Cabramacabra (2006) realmente revolucionó el género, solo que nadie se enteró todavía. Apenas meses después de que se plantaran muy firmemente en camino a ese rótulo que no existe: “mejor banda pesada del país”, sobrevino la tragedia (tampoco tanto). Primero se fue Wolfman, ese vocalista ideal, después Espejo, un guitarrista superlativo y al toque Méndez, bajista clave y miembro fundacional. Y así la banda que iba a cambiar el mundo dejó de existir antes de que pudieran empezar a hacerlo, Dragonauta quedó con Daniel Libedinsky como guitarrista central (siempre lo fue) y el monstruoso, imponderable Ariel Solito en batería. Tuvieron que pasar cuatro años para que volvieran a surgir del magma y el azufre infernal, con nueva formación (se sumaron Alejandro Gomez de Gallo de Riña en guitarra y la proto-leyenda Jose “El Topo” Armetta en bajo y voz) y nuevo disco bajo el brazo. Cruzinvertida, del 2010, es también una obra maestra que ahora parte de Mastodon e Isis sumándole toneladas de pura necropsicodelia argentina, satanprog y solos como espirales macabras descendentes al infierno. Otra vez renovado, otra vez distinto, Dragonauta se sigue configurando como una de las bandas más originales y creativas del metal nacional e internacional.

Pero antes de todo esto, estuvo Luciferatu. Lo importante es que es el primer disco, grabado en 2002, y que como tal, no debería sonar tan ajustado, tan creativo, tan virtuoso, tan extenso en su paleta, y tan condenadamente bueno. O al revés, ojalá todos los primeros discos de todas las bandas fueran así de buenos. Pocas veces escucharan un debut tan bajo control, tan preparado y programado, pero de una forma tan efectiva que nunca ahoga ni achata la frescura y vitalidad de las canciones. Hacen algo que podría llamarse como psicodelic-doom con el toque justo de jazz, hacen canciones como cuentos de H. P. Lovecraft, sobre dioses malvados del espacio, donde lo malvado y lo del espacio no se queda en las letras sino que se transmite en cada segundo de música. Este disco es mi favorito de una de mis bandas favoritas, y por eso, aunque esté 5 en la lista, se lleva tremendo choclo de texto. Listen to Dragonauta, nada más…

4 – Buffalo – 30 Días de Oscuridad

El año pasado fuimos con el glorioso Gaby Feldman a ver a Buffalo al uniclub, y el Pastor, entre la euforia rockera y espasmos de andá saber que sustancia alteradora de la conciencia dijo “¿Qué música hacemos? Rock pesado, porque es rock, y es pesado”. La frase no es aleatoria: escuchar Buffalo es preguntarse: ¿Qué música hacen estos chabones? Es muy pesado para ser heavy clásico. Es muy movido para ser stoner y demasiado blusero para ser death. Quizás podríamos ponerlos dentro del groove metal, esa cosa extraña que pasó en los noventa, con Pantera como máximo exponente. Sin embargo, hay una sutileza, una variedad de registros, una frescura humilde que también los corre de ese lugar. Es por eso que hacen rock, y cuando lo hacen les sale pesado. La banda fue fundada por Pastor en 2002, luego de su salida de Los Natas (tocó el bajo en el EP El Gobernador) y a lo largo de diez años de carrera han grabado tres discos, un split con los suecos Astroqueen y participaron en los tributos argentinos a Metallica, Iron Maiden y Kyuss, además del compilado argentino Raza Metallica y dos compilados internacionales. Credenciales les sobran y darle play a cualquiera de sus discos es hacer reventar por insuficiente cualquier expectativa que nos formemos antes de escuchar la banda. Después de Temporada de Huracanes (2003) y Karma (2005), dos discos que aunque plagados de hits metaleros aparecían desparejos, con puntos muy altos y algunos valles, el trío -que al igual que casi todas las bandas en este top 10, atravesó variedad de formaciones- finalmente encontró su lugar y su sonido en 2008 con 30 Días de Oscuridad.

El disco presenta un trabajo preciosista del sonido, con el énfasis puesto en construir atmósferas que aúnan el western gringo con el conurbano bonaerense, el via crucis invertido Sabbathero con cierta imponderabilidad argentina. Hay algo de las raíces del rock nacional que aparece en Buffalo como no lo hace en ninguna banda del stoner. Y no porque se acerquen a los maravillosos sonidos de Pescado Rabioso o Pappo’s Blues más o menos que las otras bandas. El stoner es un genero en el que, aunque no lo queramos admitir, la estética, tiene peso, bastante peso. No es para nada raro sentirse transportado a un antro noventero de Seattle en cualquier fecha de capital, entre tanta camisa a cuadros, chaleco de jean y gorra usada adentro y de noche. Hay algo de eso que podría ser visto como pose, pero acá lo que nos importa son los que están sobre el escenario y no debajo. Buffalo comulga fuertemente con esta estética, tanto visual como sonoramente, y sin embargo, por cierta alquimia, toda esa parafernalia pierde su status de importación y se vuelve tremendamente argentina. Quizás sea que no tienen canciones en ingles, quizás sea la dicción y esa forma tan argentina de cantar un genero tan de afuera (un género que sin embargo, nos pertenece, que nos sale natural, un genero en el que tenemos banda de bandas con las que alegar nuestra influencia sobre su desarrollo) quizás sea ese humor medio bobo pero tremendamente humilde y buena onda del pastor sobre el escenario. O quizás sean esa catarata de riffs demoledores, esas canciones como aplanadoras que se suceden una tras otra sobre nosotros. De vuelta la versatilidad, las canciones pueden abrir con una acústica para que un grito rasgado libere la intensidad narcotizante del bajo en “Magia Negra” o pueden arrancar como una patada voladora en la nuca como en “La Batalla de San Antonio”.

“Angel” plantea una zona de pogo que es arena de batalla como pista de baile, con su guitarra vertiginosa que descoca con licks dementes y que toma carrera en la parte aguda del mástil para soltar ese riff como estampida de caballos, y para cuando entra la armónica ya nos fuimos a la mierda. O, para el final del disco, el tema que le da nombre: “30 días de oscuridad” petrifica las cosas, convirtiendo la canción en un glaciar de épica metalera. Su estrategia de riff lento y descomunal para cerrar el disco nos había dado el mejor momento en Karma (“Fantasma Sobre Rio Grande” es una cosa de otro planeta) y esta vez la apuesta se redobla en calidad, y es una apuesta exitosa.

3 – Los Natas – Ciudad de Brahman

Después de tanto riff tremendo, después de tanta distorsión al palo y jedbangueo asesino, está muy bien cada tanto alunizar y contemplar un paisaje místico-psicotrópico-intergaláctico. Y qué mejor manera de hacerlo que con un disco que agrupa todo lo lindo que tiene el rock desde que el negro Johnson pactó con Belzebú ahí en una encrucijada. En 1999 Los Natas viajan a San Francisco y, bajo la producción de Dale Crover (baterista de Los Melvins, pilar emocional para que Nirvana llegara a ser lo que fue), graban un segundo disco para la historia. Tan inspirados por el rock progresivo de los setenta como por Kyuss, Ciudad de Brahman funciona como esos discos conceptuales que no se aceptan como tales. Las melodías se repiten modificadas levemente en las distintas canciones, la atmósfera se va construyendo de tema a tema y la satisfacción está en poner el disco y dejarlo correr. Más importante que ese estandarte del rock argentino que es el riff de “Meteoro 2028”, que las escamas de la piel de una serpiente de luz flotando por el espacio que es la intro de “Paradise”, que el avance a puntas de pie del caminante de “Tufi Meme”, que baila entre tormentas de arena marciana, es lo que sucede cuando esos temas se van sucediendo entre si.

Ciudad de Brahman es la peregrinación a un lugar santo, es un viaje por un desierto nocturno, pero en el cielo no hay estrellas, el cielo no está negro y lo adornan puntos de luz. El cielo es azul y en él flotan Saturno y Júpiter, como enormes bolas de gas amigas a las que podemos contemplar en busca de respuestas (respuestas que no están en sus infinitas tormentas si no dentro nuestro, que esas infinitas tormentas nos ayudan a encontrar). En el desierto que atravesamos, el desierto que son los años, que es curtir la piel y quemar las plantas de los pies, la gravedad es menor y el polvo que se levanta del piso al caminar forma un sendero de nubes que nos siguen como humo de marihuana. Las puertas de la Ciudad de Brahman son de hierro viejo que se mantiene puro, es otra Shangri-La, es otra Xanadu, es otro hogar de lo innombrable, de lo eterno.

2 – Babasónicos – Babasónica

Al igual que la última vez, esta segunda parte del top diez tiene su entrada que en un principio puede parecer polémica. La primera vez que escuché Babasónicos fue en 2001.Tenía trece años, en MtV estaba el clip de “El Loco” y sumada a la sorpresa de una banda con nombre raro que no aparecía en la colección de rock nacional de la revista Noticias y su intro que sonaba a folclore japonés, me exaltaba ese video de colegialas que le querían levantar la pollera a su amiga. Después la cosa fue creciendo y ya estaban en todos lados y en boca de todos, y los rockeros del progresivo adolescente los denostaban por razones confusas e imprecisas que viajan en un espectro gigante que iba de lo afeminado a lo sentimental extremadamente impostado (lo mersa). Se sucedieron discos electro pop bailable lujurioso. Se forjaron paradigmas: la babasónica, proto-hipster de la masterplan. El oro y la fama y las luces de la farándula y del lupanal. Y entonces es que todo lo que era obvio  y era verdad y era historia se escondió bajo capas del presente. Quizás es el proceso de conocimiento, antes de mi ingreso a la música, nada existe. O fue una calculada maniobra, cambio pasado rockero por estadios llenos los próximos diez años; clin caja.

Más tiempo costó vencer ese cliché y descubrir que bajo todo ese Glam gozosamente decadente existía una banda con un peso específico, y mi primera etapa babasónica no miraba hacía atrás, no le interesaba la arqueología. Tuve que abandonarlos y recorrer casi una década más para finalmente prestarle atención a una profecía desoída años atrás: “Ah, de los discos stoner de Babasónicos” decía alguien refiriéndose a esos cimientos que por lo menos en el limelight eran ignorados. Y yo me reí, recién abriendo la cabeza a la sorpresiva escena nacional (Pez y Natas a la cabeza) no podía concebir tal contradicción. Apenas un año atrás, año y medio, repetía la formula, esa máxima que mucho tuvo de conjuro frente a un amigo que me respondió “y sí”. Resulta que años, muchos años antes de ser figurilla en las FMs sin compás moral Babasónicos había parido incontables, infinitos, inmensos discos, misas satánicas, agujeros negros de rock donde el riff detonador y la exploración puramente psicodélica reinaban reinas. Donde esa poesía contorsionada, ya sudada, ya excitada y de primer plano sobre labios carnosos de mujer en el acto se mezclaba con locura hippie, épicas surf, liberación drogadicta y espesor, juego, vitalidad artística. Rock, prog, funk, electrónica, metal, hip-hop, todo entra en los primeros cuatro discos de Babasónicos, todo sintetizado, todo lo que fue en algún momento Babasónicos. Y fue puntualmente con ese cuarto intento, con Babasónica (1997) que, si no llegaron a su pico creativo, por lo menos fue el momento en que más lo acercaron al señor Satán y a la ley de Sabbath.

En los trece temas que lo componen no hay despedicio: avalanchas de riffs negros dan paso intermitentemente a oda a diosas oscuras.  “Sharon Tate” y “Esther Narcótica” seducen al Venado a sacrificar, que ya sangra por el cuello. “Parafinada” habita tanto en la playa, en topless y respirando sospechosa, atrevida; como en las subterráneas corrientes que intrincadas se escurren por entre corales y naufragios. “Mojo en la orilla y es tuyo mi océano, Poseidón despierta ya”, canta Dárgelos en el momento más retorcido y progresivo de un tema que en realidad podría ser hit. Las seis vírgenes descalzas parece que son las que aplauden al comienzo de “Passionale”, invitando a una tremenda macumba fiestera que se da el puntapié con un riff denso y macizo y recatado que quiebra en agudos y entonces el órgano setentoso y “lesbianas, vampiros, asesinas”. El disco abre con “Egocripta”, Dárgelos se mira al espejo y se desafía, enfrentado a su desfachatez, increpando a ese él que vive dentro de él y que se cree el mejor del mundo. Ya para el final del disco, en “El Adversario”, ese otro, ese enemigo al que nos enfrentamos para destruir con rock vuelve a aparecer, y como bien dijeron cuando les preguntaron si el adversario era el diablo: “Sí, pero también puede ser Duhalde…” Locura electrónica para ese final, impaciente fuerza destructora con esos sintetizadores circulares que te sacan corriendo de donde sea que estés, enloquecido, con ganas de ascender y explotar en el cielo. El disco se cierra con un oscuro y psicótico solo que se desarma en machaque riffero. Riff para fumar porro y jedbanguear hacia el infierno, de los pibes que menos lo esperábamos.

1– Los Natas – Corsario Negro

Y sí, otra vez los Natas. ¿Les pareció raro que no hubieran aparecido antes?, por algo era. Y podemos parecer condicionados, porque lo estamos. Estamos condicionados por la música. Stoner hay en todo el mundo, y de a montones. Pero acá en argentina tenemos ESTONER, argento, y nos sale muy bien. Acá hay diez bandas que se pueden escuchar y atrás hay diez mil más que pueden encontrar en el under tocando todos los días en millones de locales y fiestas con grillas eternas. Pero si nos gusta tanto el estoner, si nos sale tan bien el estoner, si nos sale tanto estoner por todos lados, es porque a Los Natas los parió esta tierra. Su leyenda es grande, y seguramente siga creciendo, y cuando la gente pregunte “eh, y ¿tanto son?”, vos les vas a señalar tu copia de Corsario Negro, con ese Genhis Khan amazónico en la tapa y le vas a decir “Callate y quemá”.

Corsario Negro es donde los Natas llevaron el Stoner a un lugar al que nadie lo había ni llevado de vacaciones nunca. Realmente, no son muchas las cosas que suenan como esto en el mundo. Basta de analogías de porro y cosas que no tienen nada que ver. Acá hay metal valvular, de sonido antiguo. Metal que se mueve incoherentemente. El disco arranca como terminando, “2002” es una tremenda frenada de tres minutos de largo, como una nave espacial inmensa que cae sobre la tierra y rebota varias veces destrozando todo a su paso, antes de detenerse y deplegar la mejor música del mundo. Esa nave espacial, ese Hawkwind de nuestros tiempos, larga desde su escenario canciones como lava, que se deslizan lentamente hasta los bordes más sincopados del jazz; y por la efervescente combustión mutan en una forma nueva, inclasificable. Los mejores momentos del disco surgen en estas zonas. Esos momentos en que el estoner se estira y parece tomar otra forma, pero se mantiene. Atrás quedan nuestros preconceptos sobre el género, acá solo hay tiempo para que la música densa y agria convulsione, pase de marcha funeraria a desquiciada avalancha en segundos, corte con un interludio intrincado, minucioso y luego explote en el estribillo. Como en “Patas de Elefante”, a veces no hay estribillo, y a veces lo único que hay es estribillo. Al igual que en Ciudad de Brahman, las partes instrumentales son largas, preponderantes, y sería fácil decir que son lo mejor del disco, si eso fuera verdad. Pero no lo es.

Es un disco inmenso por la potencia de sus canciones, por la fortaleza de sus riffs, tan dinámicos como implacables, tan impenetrables como gaseosos; por la variedad de su música, que no se puede explicar ya que no hay nombres definidos para las músicas que estos señores alquimizan en este disco. Corsario Negro es un disco inmenso por lo enigmático: la música apuntaría al disco conceptual y sin embargo, los temas no parecen comunicarse, o si lo hacen, lo hacen a distancia, sin tocarse, sin relacionarse. Son once canciones iguales pero infinitamente distintas. Es el tercer disco de una banda que prometía muchas cosas en su trayectoria previa, pero no prometía inventar una música que tan profundamente anclada en el estoner fuera tan inmensamente otra cosa. Corsario Negro es un disco inmenso por que ningún disco del planeta tierra suena como Corsario Negro. Sí, es así de bueno.

Y si no, “El Cono del Encono”: estrofas incendiadas, como montañas de fuego, la voz de Chotsurian, gritos definitorios que son la sangre de esa montaña, y vos parado ahí, medio quemado, cantando con ellos apenas tres, cuatro palabras que te abrían un agujero negro en el alma por el que entrabas en contacto con el universo “Vive en la montaña donde siempre hace calor. Baja por los costados del camino, que es más veloz”. Después otro quiebre inesperado, y el jazz el que hablamos. Algo que ni en pedo es jazz, pero que tampoco es stoner, que tampoco es metal, que en dos segundos va a desaparecer bajo el machaque de la guitarra y el bajo. Algo que era infinitamente nuevo gracias a la conjunción de la música pesada con las metamórficas figuras y patrones de Walter Broide, detrás de esa batería hechizera. Más música y de vuelta una sorpresa. Guitarra sobre el vacío y de repente empieza el punk. Velocidad, como un despegue, desde las montañas desérticas hacia el espacio, hacia el cosmos, hacia otro cosmos, verde y demoníaco, animalesco, un universo paralelo al de Ciudad de Brahman.

Quizás nada sea más demostrativo que el paso de “Hey Jimmi” a “Contemplando la Niebla”. Una humareda se levanta delante nuestro. Humo espacial que vuela junto al polvo de siglos, depositado allí, inmóvil desde el Big Bang. Acordes traslúcidos que se suceden como el entramado de la tela de una viuda negra integaláctica, deliciosos patrones hipnóticos que nos enlazan, atraen, embelesan y enamoran. La tela se vuelve diáfana, pierde integridad, estrellas de vuelta en el fondo, como psicodélicos agudos, armónicos de una guitarra que no los puede cantar. Entonces unos instantes de silencio, una inesperada paz. “Wow, ¿ya terminó esto? Que rápido pasó no lo puedo creer, QUIERO MÁS” y en el instante que parece que el viaje se licuó en la escencia del universo, un riff demoledor nos agarra enteros como un gigante en su palma y nos devora. Aún falta la mitad del viaje, pero nosotros ya estamos convertidos, ya somos de Los Natas.//z