Estos son los diez discos internacionales más destacados de 2018.

Ilustración por Martina Mounier

10 – Black Panther: The Album – Kendrick Lamar

Si le faltaba algo a Kendrick Lamar era hacer una banda sonora original (BSO) y que sea un éxito. Todo lo que toca el rapero de Compton, Los Ángeles, se vuelve oro. Black Panther fue una de las grandes producciones cinematográficas del año pasado y su música no se queda atrás. Todo surge porque el productor Ryan Coogler decide darle la curaduría y gran parte del control creativo al N° 1 del momento: Lamar. La idea era que Black Panther explorara qué significa ser africano. Es sabida la importancia que le da Lamar a sus raíces, su obra es una enciclopedia de la cultura negra. Entonces, entre ritmos tribales y versos cantados en zulú, Lamar logra (re) construir un imaginario africano. Durante la película conviven la música creada por él y la compuesta por el sueco Ludwig Göransson. Sí, Black Panther tiene dos BSO. Marvel es ambicioso y trata de reinventarse todo el tiempo.

Cosas importantes para destacar. Uno: es la primera vez que Lamar no sigue su propia narrativa sino que compone bajo un concepto ya preestablecido. Dos: produjo gran parte del álbum en el micro de la gira de DAMN. (2017), entre concierto y concierto. Fue un trabajo a contrareloj. La clave del éxito es que cada canción respira por sí sola: no parecieran formar parte de una BSO. Eso se nota en cómo encaran sus colaboraciones los artistas invitados, ejemplos sobran: escuchen cómo cantan SZA en “All the Stars” y The Weeknd en “Pray for me”. Un dato:  Black Panther: The Album cosechó siete nominaciones para los Grammy 2019. ¿Queda alguna duda que Lamar es el Rey?

Joel Vargas

9 – Wanderer – Cat Power

Luego de doce años dentro del emblemático sello Matador, seis años sin lanzamientos, y de ser madre, Chan Marshall, mejor conocida como Cat Power, regresa con un nuevo álbum. Este la encuentra plantada, más que nunca, en la tradición del folk pero embebida de sonoridades clásicas como el jazz, el blues, el country y sonidos propios de la música étnica o africana. Hay una impronta espiritual ineludible en el disco y hasta ella misma lo confirma en entrevistas: “Siempre he sido una persona espiritual. Siempre me he sentado a pensar en el bosque, por ejemplo. A escuchar el crujir de los árboles, el sonido del agua; mirar al cielo, respirar con toda mi conciencia. A sentir cómo la tierra va girando mientras veo las nubes pasar”, declaró al sitio Mondo Sonoro. El track que abre y da nombre al álbum, “Wanderer”, es casi una canción de cuna o un salmo, en donde la voz de Marshall suena fantasmal, bajo un efecto de reverb de acústica eclesiástica. “In Your Face” intercala teclas y percusión generando un peculiar crisol sonoro; un apretón de manos entre el jazz, la música étnica y la canción folk. También se destaca “Woman”, track junto a Lana del Rey, artista que ha demostrado públicamente su admiración hacia la cantautora oriunda de Atlanta, Georgia. Sus voces se intercalan y combinan insertas en una melodía de música country folk tradicional norteamericana. Alejada de la habitual orquestación electrificada que suele acompañarla, Lana se luce en una versión más despojada y en carne viva, algo más bien propio de las coordenadas que Cat Power transitó a lo largo de toda su carrera. “Me Voy”, canción cuya cadencia remite al folklore o a la canzonetta napolitana, sorprende con su letra en español y su melodía deforme y melodramática. En su disco anterior, Sun (2012), el sello (Matador) le pidió  a Cat que lo regrabara porque no era lo que pretendían. Esta vez le dijeron lo mismo, lo que provocó la ruptura definitiva. El resultado: un álbum minimalista, sutil y ciento por ciento fiel a las convicciones de una artista más allá de cualquier designio comercial o de época.

Pablo Díaz Marenghi

8 – Back Roads and Abandoned Motels – The Jayhawks

Gary Louris es una figura de culto del alt-country y la americana que desde hace más de treinta años reparte su tiempo entre liderar a The Jayhawks y coescribir canciones junto a una gran variedad de otros artistas, siempre atento a perseguir la melodía perfecta, y armado con las seis cuerdas de su guitarra acústica. Ese perfil de songwritter prolífico es el que reluce en el nuevo disco de su banda que, vale aclararlo, es en realidad una recopilación de canciones –grabadas en nuevas versiones y rearregladas para la ocasión- que Louris compuso de forma conjunta junto a Jakob Dylan, Ari Hest, Natalie Maines o las Dixie Chicks, entre otros y otras: una suerte de autocuraduría sobre su propia obra y el intento de rescate de gemas sueltas entre tantos años de composiciones compartidas. Así las cosas, la obra es variada y diversa: desde el mix de Fleetwood Mac circa Rumours (1977) con el soul de Memphis en “Come Cryin’ to Me”, pasando por viajes de country rock rutero a bordo de steel guitars o slides en “Everybody Knows” o “Blackwards Women” (¿hay acaso un mejor nombre para un disco de country que Back Roads and Abandoned Motels?), la balada de antorchas encendidas y caricias cálidas de guitarras con efecto Leslie en “Gonna Be a Darkness”, reminiscencias de| los Stones en su periodo dorado (a mitad de camino entre “Salth of the Earth” y “Wild Horses”) en “Long Time Ago”, o entramados acústicos cercanos al folk en “Bird Never Flies”. Como para reforzar ese espíritu colaborativo, Louris le dio espacio a miembros de los Jayhawks (a la tecladista Karen Grotberg en “El Dorado” y la mencionada “Come Cryin’ to Me”, y al baterista Tim O’Reagan en las citadas “Gonna Be a Darkness” y “Long Time Ago”) para que se hicieran cargo de las voces principales, y además él mismo sumó dos canciones nuevas de su autoría que rankean muy alto en su catálogo (“Carry You to Safety” y “Leaving Detroit”). El resultado de todo esto es uno de los mejores discos de los Jayhawks, y el recordatorio en forma de disco de que acá hay un escritor de canciones para descubrir.

Matías Roveta

7 – Egypt Station – Paul McCartney

Suenan pasos de personas apuradas, diálogos distantes y cercanos, muchedumbre y algunos bocinazos que se funden en unos coros angelicales. Con ese sonido ambiente de una estación de trenes arranca Egypt Station (la canción se llama “Opening Station” y el recurso vuelve sobre el final con “Station II”), que no es un disco conceptual, pero de todas maneras es necesario preguntarse qué tipo de viaje está proponiendo Paul McCartney. En primer lugar, uno de los más aventureros, variados y largos de su carrera. En casi 58 minutos y a sus 76 años, Paul intenta hacer convivir el peso de su legado y sus marcas de estilo clásicas con una mirada moderna, como dejando en claro que todavía quiere seguir probando cosas nuevas sin dejar de ser él mismo (algo que ya había intentado con éxito en el gran New de 2013). El propio Paul parece ponerlo en palabras en la letra de “I’Don’t Know”, una muestra más de que McCartney no necesita muchas más armas que un piano y una buena melodía para seguir conmoviendo: “Tengo muchas lecciones que aprender”, canta con su voz madura (ahora más frágil y añeja), en una canción cargada de duda e introspección. En ese intento de vincular pasado y presente, suena certera “Fuh You”, con su ensamblado barroco de piano, clavicordio y cuerdas que decantan en un estribillo electro pop que podría ser un hit del Coldplay multicolor de la última etapa. Y puede haber algún derrape (la casi innecesaria mezcla de bossa nova y electrónica en “Back in Brazil”), pero a lo largo del disco Paul ofrece algunos de sus mejores recursos, aunque bañados con una pátina actual (mérito en parte de los productores de esta generación, Ryan Tedder y Greg Kurstin) para lograr que el oyente se familiarice con sonidos y texturas conocidas que, sin embargo, no son un simple ejercicio de nostalgia (aún cuando la portada de la obra pueda remitir a RAM de 1971): así desfilan grandes canciones, como por ejemplo “Happy With You” con su belleza despojada de fingerpicking en una acústica que puede remitir a “Blackbird”, el rock con veta progresiva (es fácil pensar en los Wings y Band on the Run) en “Despite Repeated Warnings”, rock and roll moderno para mover el esqueleto en “Come On To Me” (una suerte de “Lady Madonna” para el siglo XXI) o la conocida tradición de cerrar el disco con un medley en “Hunt You Down/Naked/C-Link” (en donde, al igual que en “The End”, Paul se calza una guitarra eléctrica para tocar un solo, en este caso, de raíz blusera). Paul puede mirar hacia el pasado desde el presente (el paso folkie de “Confidate”, en donde parece estar hablando de Lennon cuando canta “vos solías ser mi confidente” o “tocaba con vos todo el día”), puede probar un boggie rockero con un riff que remite –atención– a “Honky Tonk Women” de los Stones en “Who Cares”, o puede sencillamente regalar canciones perfectas como “Hand in Hand” (otra balada de piano, cuerdas y flauta que hubiera calzado perfecto en el contexto del barroquismo gris de Chaos and Creation in the Backyard) o “Dominoes”, la gran perla del álbum. Y en todos esos casos la cosa parece funcionar muy bien, suena fresca a pesar de la extensión y deja en claro que, cerca de las ocho décadas de vida, Paul McCartney todavía sigue activo y con ganas de emocionar.

Matías Roveta

6 – Boarding House Reach – Jack White

Al frente de los White Stripes, Jack White se consagró a actualizar géneros clásicos –blues, sobre todo, pero también folk y country– con una mirada moderna y en un envase minimalista: su cruda versión del blues era explosiva y linkeaba con el auge de la movida revival garagera de fines de los ’90 y principios de 2000. En su guitarra valvular y en la pesada batería de Meg White, tenía las dos armas letales con las que construir un paisaje musical fascinante y lleno de energía. Para su aventura solista, White replicó esa experiencia de una compañera femenina en batería –Carla Azar, que grabó la mayoría de las bases de Blunderbuss (2012) y Lazaretto (2014)–, pero, si bien el blues de garage parecía seguir siendo el norte, el sonido general era más musculoso, con mayor presencia de teclados y un enfoque más de banda completa. La ruptura con el pasado estaba dada también desde lo estético: el estricto rojo, negro y blanco que decoraba las portadas y las ropas de los White Stripes fue remplazado por tonos azulados y oscuros. Pero White nunca antes se había animado a una aventura tan riesgosa como la que propone Boarding House Reach, una obra extraña y compleja que impacta de entrada para luego ir ganando en cada escucha. Están, está claro, las referencias a la obra anterior del artista: el blues amargo de “Why Walk a Dog?”, el festival de guitarras sobre un amor salvaje que propone “Respect Commander” y también el entrañable paso de folk acústico de “Ezmeralda Steals the Show”. Pero aún en esas citas a los géneros de raíz, White propone un acercamiento actual y sin pretensión vintage: “Connected By Love” versa sobre un amor esquivo y abre el disco con una carga de sintetizadores ominosos como base para que se luzcan los coros gospel y un maravilloso solo de hammond. Pero el disco se va poniendo cada vez más interesante y da muestras de un volantazo estilístico colosal, a través del cual White da muestras de estar atento a los sonidos de esta era: “Yo realmente quería encontrar músicos que tocaron en vivo con artistas de hip hop, que fueron la backing band de Kendrick (Lamar), Jay-Z o Kanye (West)”, le explicó en una entrevista a Lars Ulrich en el programa Beats 1, sobre la grabación de Boarding House Reach, y sobre un tipo especial de músicos capaces de replicar en vivo todo lo que suena sampleado en un disco de hip hop. La excelente “Ice Station Zebra” parece el resultado lógico de toda esa búsqueda, a partir de una base de guitarras machacantes, una batería exuberante y un leitmotiv que suena como un mosquito sintetizado, sobre la que White rapea una melodía que declara su oposición a que todo sea etiquetado, y que defiende la idea de tránsito libre de influencias recíprocas en la música. Por la amplitud misma de sonidos, el disco obliga a clasificar y ordenar los muchos estilos aquí presentes: “Get In the Mind Shaft”, con sus coros sampleados, sus voces robóticas y un piano eléctrico lleno de misterio, suena como si la versión más hip hopera de Gorillaz desnudara influencias funk; “Corporation” tiene un clima psicodélico que respira entre los ritmos latinos onda Santana de las percusiones y los riffs funk que remiten a Stevie Wonder; “Hypermisophoniac” mezcla un piano de jazz vanguardista con una guitarra eléctrica relampagueante y ruidos de sintetizadores que parecen salidos de un arcade de video juegos, y “Abulia and Akrasia” es absolutamente extraña e incluye una spoken word alla Tom Waits. “¿Vos querés cuestionar todo? / Bueno, entonces pensá una buena pregunta (…) ¿Vos querés aprender? / Entonces, callate y aprendé”, canta desafiante White en “Everthing You’ve Ever Learned”. Nunca es fácil probar un cambio artístico tan grande que barra con el pasado pero, si alguien tiene dudas sobre el resultado, White se encarga de sonar más seguro que nunca.

Matías Roveta

 5 – Call The Comet – Johnny Marr

Call The Comet se apoya en los pilares de sus antecesores –The Messenger (2013), un disco de canciones para ser interpretadas en vivo por una banda de rock al estilo clásico (dos guitarras, bajo, batería, voz y coros), y Playland (2014), que consolidó esa base– y da un paso más: Marr se aprovecha de la riqueza que recolectó en sus distintas experiencias como músico y se permite una veta experimental sin abandonar el objetivo de buscar una colección de temas que puedan ser reproducidos perfectamente en el vivo. Entre esas nuevas búsquedas que abre este tercer trabajo de Marr se entrelazan algunas canciones que, desde un sonido similar a The Smiths, se construyen como clásicos frescos: ahí están la hipnótica “Hi Hello” y, sobre todo, “Day In Day Out”. “The Tracers” tiene cierta oscuridad poco habitual en la música de Marr y “Hey Angel” coquetea con su carácter sexy, otra novedad en la propuesta sonora de este álbum junto con el recurso de la voz en segundo plano. En una entrevista Marr contó que compuso “Bug” jugando con la cejilla en el cuarto traste de la guitarra, y que es una combinación que le funcionó bien a lo largo de su carrera. Es, tal vez, el track menos arriesgado y hay algo de fórmula en él y su “na na na, bug! yeah! na na na, bug!”. Dentro de las zonas más previsibles, sale mucho más airosa “Spiral Cities”, posible futuro clásico, con los rasgueos luminosos que le dan potencia a los estribillos. En el disco hay también más teclados, tanto en la mencionada “Hi Hello” -con esa autoreferencia melódica a “There Is a Light That Neves Goes Out”-, como en el sonido espacial de “Walk Into The Sea”, y “Actor Attractor”; a su vez,  recuerda a los buenos momentos de Electronic. “Tenés que saber que la música es mucho más importante que vos”. Esa frase o consejo, resume al genio de Johnny Marr a la hora de ocupar su lugar en la música popular de los últimos treinta años: la música antes que el ego, la canción antes que el virtuosismo, la melodía por sobre la cantidad de notas por segundo. Su estilo nace de esa búsqueda por la perfección pop, ya sea desde un disco de girl groups a una colaboración con Pet Shop Boys, y es esa apertura mental y artística la que permite esperar siempre algo memorable en un nuevo disco o show de Johnny Fuckin Marr.

Giselle Hidalgo

4 – 7 – Beach House

Las siete maravillas del mundo, los siete mares, los siete pecados capitales. Hay mitos y leyendas que aseguran que el número siete es mágico. El séptimo álbum de Beach House se llama 7 y, a su vez, condensa en el total de su catálogo 77 canciones. A Victoria Legrand y Alex Scally los han tildado de reiterativos. Nada más alejado. Este es un disco que mantiene la cuota Beach House, hoy más que distinguible, pero no de forma reiterativa. Ese factor desaparece. El dúo transforma remembranza en consistencia, como si fuesen unos viejos conocidos que te cruzás cada tanto y todo resulta de maravilla. En un solo track pueden conjugar la parsimonia de Broadcast con el estruendo shoegaze de My Bloody Valentine (“Dive”); las texturas electrónicas se afincan (“Black Car”, quizá la canción más novedosa del álbum); hay una densidad de capas de guitarra más pesada que de costumbre (“Last Ride”) y un grado de psicodelia sorpresiva (“Lemon Glow”). Producidos por el ex Spaceman 3, Peter Kember (a.k.a. Sonic Boom), lograron mantener las canciones frescas, sin la sobreproducción propia de estas bandas cuando se encierran en el estudio. 7 es un disco intenso, envolvente. El dream pop más espeso de toda su carrera.

Juan Martín Nacinovich

3 – Tell Me How You Really Feel – Courtney Barnett

Hace tiempo que Courtney Barnett se ganó un lugar como una de las solistas más destacas de los últimos años. A fuerza de una potencia punk rabiosa a la hora de tocar la guitarra (¡sin púa!), heredero del grunge, letras testimoniales con una fuerte carga de sátira e ironía, se convirtió en una solista a tener en cuenta. Su disco debut, Sometimes I sit and think, and sometimes I just sit (2015) y su composición a dúo con su amigo Kurt Vile (Lotta Sea Lice, 2017) hicieron que su último álbum haya sido esperado con grandes expectativas. La realidad es que no defrauda. Más bien, revalida sus pergaminos. En diez canciones apela a la fórmula que supo consolidar y le aporta nuevos ribetes. En “Crippling Self Doubt and a General Lack of Confidence” el estribillo remite a “Breed” de Nirvana: la guitarra se oxida y acrecienta su distorsión, mientras resuenan, en un segundo plano, los coros de las gemelas Kelley y Kim Deal. En “Nameless, Faceless” le pone voz al sufrimiento perpetuo, cotidiano y cada vez menos invisible de las mujeres víctimas del acoso, abuso y violencia machista. Sus canciones son claras muestras de un autoexorcismo perpetuo e introspectivo. A la vez, canciones como “Walkin´on Eggshells” evidencian una predilección por la australiana de ritmos norteamericanos clásicos, como el country y el folk, y una retroalimentación a partir de su colaboración con Vile, prueba de ello es el sonido de este track que remite a The War On Drugs por su lisergia valvular y vintage. De hecho, contó en diálogo con la prensa, que compuso este álbum casi al mismo tiempo que grababa con su amigo Kurt un año atrás. La nativa de Sidney logra, una vez más, dosificar su enojo, su acidez y su irreverencia a la vez que ensancha su parcela sonora, no sólo con punteos de guitarra indie-punk, sino agregando teclados y sonoridades clásicas. El montaje final es muy curioso, tal como canta en “Help Yourself”: “Tenés mucho en tu plato / No dejés que se desperdicie”. A pesar de las nubes negras que a veces nublan su existencia, Barnett construye, a partir de esta oscuridad, un intersticio esperanzador.

Pablo Díaz Marenghi

And Nothing Hurt – Spiritualized

Involuntariamente, Jason Pierce se convirtió en una de esas personas que trabajan solas, de sol a sol, resolviendo meticulosamente cada detalle por su propia cuenta, como una especie de astronauta incomprendido que flota en el frío espacio. A falta de presupuesto, se encerró en una habitación con su computadora y no paró. Fueron meses que se transformaron en años, llegando a un nivel de saturación que casi lo hace abandonar el proyecto. Seis años después del gran Sweet Heart, Sweet Light (2012), Pierce profundizó en su búsqueda introspectiva sobre la vejez y la soledad, sobre los demonios que acarreamos y el significado de la vida, plasmada en un álbum orquestal y grandilocuente. Cargado de referencias a la cultura popular, coros góspel, secciones de cuerdas, timbales, incluso bocinas y sirenas de ambulancia, And Nothing Hurt funciona como una relectura de Ladies and Gentlemen We Are Floating in Space (1997), que a su vez hace las veces de paralelismo espejado más de una veintena de años después. Sin embargo, Pierce está muy lejos de copiarse a sí mismo; las similitudes se encuentran en el grado de su ambición, de sus obsesiones compulsivas. No es alguien que se escude en sus obras de antaño, él nunca dejó de ser parte de cierta vanguardia élite. Al fin y al cabo, es él mismo quien está a la altura de su propio legado. Lo demuestra, otra vez, con un disco mayúsculo de principio a fin. And Nothing Hurt es su última obra maestra.

Juan Martín Nacinovich

1 – Tranquility Base Hotel + Casino – Arctic Monkeys

“Yo sólo quería ser uno de los Strokes”, es lo primero que dice Alex Turner apenas arranca Tranquility Base Hotel + Casino con “Star Treatment”, una balada lounge que desnuda una profusa riqueza de detalles sonoros a partir de las cuerdas programadas, un vibráfono y vapores futuristas de sintetizadores. Turner abandonó la guitarra y ahora toca el piano, mientras canta en un registro bajo y elegante deudor de artistas como Serge Gaingsbourg o Leonard Cohen, lo que permite pensar que esa primera línea refiere al impacto inicial de una influencia innegable del pasado y que hoy ya no está presente en el sonido de los Arctic Monkeys. La frase de la letra sirve, en todo caso, para marcar distancia, entender el largo recorrido de la banda y cómo ha ido cambiando de estilos en cada nuevo lanzamiento discográfico. Y este giro experimental propuesto en Tranquility Base Hotel + Casino es algo que no debería sorprender a nadie, ya que patear el tablero y empezar de nuevo fue una constante en el andar de los Monkeys: Tranquility Base Hotel + Casino se inserta con naturalidad en esa lógica aventurera del grupo inglés y, si bien es cierto que el cambio en este caso fue mucho más radical, la calidad de las canciones justifica de plano la decisión que tomaron. Turner compuso buena parte de los temas con el piano (de hecho, tuvo que tomar clases con el instrumento) y en “Star Treatment” hace honor al título del disco: es música ideal para escuchar de noche y en estado de relajación en el lobby de ese hotel del espacio, con whisky en mano. Pero el recorrido que propone el álbum no se centra solo en ese hotel futurista, sino que sugiere distintos escenarios y descubrimientos sonoros. En “One Point Perspective” el cantante sale a dar una vuelta en un auto y piensa en consumos culturales, al tiempo que se mantiene el pulso aletargado del disco y (de nuevo) un piano hilvana la canción acompañado por los fraseos electrizantes de una guitarra (uno de los pocos punteos del álbum, que solo vuelven a aparecer en el diálogo de violas cruzadas que propone “She Looks Like Fun”); en algún momento del trayecto, Turner decide parar el paseo y sube a una terraza (¿la del mismo hotel en donde empieza todo?) para abrir una taquería que recibe críticas gastronómicas de cuatro estrellas sobre cinco: “Four Out of Five” es el momento Bowie del álbum, desde las reminiscencias glam de los ’70 hasta el casi único estribillo triunfal de todo el disco. Tranquility Base Hotel + Casino no es un disco conceptual, pero a lo largo de varios momentos de la obra Turner apela a la ciencia ficción como hilo temático: parece ser el viejo recurso del género para hablar sobre mundos de fantasía que en realidad describen problemas reales. En la citada “Four Out Of Five” se lamenta por un proceso de gentrificación que acontece en la luna, y en “Science Fiction” directamente titula la canción con el nombre del género, del que además da una buena definición: “No me quedaré contigo amor, de la forma en que cierto tipo de ciencia ficción lo hace/ reflejos de sociedades extrañas en una pantalla de plata, monstruos del pantano excitados por las conexiones virtuales”, canta en el contexto de una canción que suena como si los Bad Seeds tocaran a bordo de una nave espacial. Y hay mucho más para desglosar: en “The World’s First Ever Monster Truck Front Flip” los Arctic Monkeys abren un nuevo abanico de posibilidades musicales y reconocen una de las principales influencias del disco (Pet Sounds de los Beach Boys, con esa clara marca barroca de superponer arreglos sutiles de guitarras, pianos y cuerdas), y “The Ultracheese” es una balada soulera con una impronta romántica en la voz de Turner (puede ser fascinante dedicarse a escuchar solamente los muchos recursos vocales que el cantante desarrolla a lo largo de todo el disco). Tranquility Base Hotel + Casino no es un disco para sacudir cabezas, bailar o cantar estribillos a los gritos; es un muy buen álbum que invita a sumergirse en las texturas y en los arreglos para encontrar detalles musicales fascinantes en manos de una banda que voló al espacio y no tiene techo a la vista.

Matías Roveta