En A Moon Shaped Pool, su noveno disco de estudio, Radiohead saca un compilado de temas viejos del armario para llegar paradójicamente a un sonido nuevo y desconocido. Apuntes de una obra despareja, pero fascinante.

Por Santiago Farrell

La de Radiohead es la regla que confirma la excepción. El lugar que ocupa la banda de Oxford actualmente parece salido de una época anterior a la crisis que significó la llegada de Internet para la industria discográfica y el ascenso del hip hop para el rock. Es la única banda “grande” que se puede permitir apostar al álbum como declaración artística en tiempos donde se lo impugna, presenta volúmenes de ventas dignos de la elite pop mundial incluso en sus momentos más huraños, y sobre todo, genera un fenómeno fascinante entre sus fans: la corrección política automática, escuchar con inusual paciencia y fe militante lo que les caiga encima, a la espera del momento en el que la banda salva al rock, a la música o lo que haga falta salvar con “arte”, música superior.

A Moon Shaped Pool, el noveno disco de estudio de Thom Yorke y compañía, subraya ese papel especial: sólo un disco de Radiohead podría suscitar elogios y entusiasmo en vez del mote de refrito por tener temas de varios años de antigüedad. Es el caso de más de la mitad del disco, y de ahí resulta una paradoja en principio favorable: con estas pistas antiguas, la banda llega —una vez más— a aguas inexploradas. La otra clave está en si llega a convertir esas fuentes dispersas en un todo homogéneo, lo que le cuesta un poco más.

Con 31 años de carrera encima, Radiohead ya no pega los volantazos que solía dar entre disco y disco y muchos de sus elementos constitutivos (la producción, las baladas taciturnas de melodías preciosas, la voz de Yorke, la visión opresiva del mundo) sedimentaron en una amalgama única y familiar entre rock y electrónica; la banda tampoco persigue más el aura épica de lanzamientos anteriores. En el plano sonoro, A Moon… regresa a una dinámica más “tradicional” tras la electrónica nerviosa de The King of Limbs (2011): unas cuantas guitarras, piano, la voz al centro, bajo, baterías, y esta vez muchas cuerdas y coros, que irrumpen con un protagonismo inusitado en varios temas.

Sin embargo, ocurre algo curioso: el disco arranca en falso. “Burn The Witch”, que data de la época de Hail to the Thief (2003), es una construcción interesante y llena de matices, pero no tiene casi nada que ver con el resto de A Moon….  Su terror social no mediado (“Quemen a la bruja/Sabemos dónde vivís”) y el brío con el que avanza la hacen ajena a lo que sigue. Sigue “Daydreaming”, una balada de Radiohead por antonomasia que suena familiar y hermosa hasta sus últimos noventa segundos, los cuales parecen pensados más para el video del tema que hizo Paul Thomas Anderson que otra cosa. Durante buena parte de la primera mitad del disco, asoma la sensación de que Radiohead está moviendo el dial para tratar de sintonizar un sonido en particular.

Eso empieza a darse en “Decks Dark”, un tema excelente que pinta un pulso hipnótico salido del vivo de The King of Limbs y lo pasea por diversos estados de ánimo y capas sonoras hasta recalar en un riff rockero. Es un punto de partida más genuino porque trae la novedad principal que ofrece A Moon…: a partir de ahí, Radiohead se lanza casi sin reservas a un enfoque impresionista, de formas difusas y llenas de espacio. Los temas flotan, se despliegan y deforman de a poco, tomándose su tiempo, cambiando de piel —hay un trabajo muy fino con las ecualizaciones— y creando momentos inesperados sin necesariamente tirar ganchos. Nunca se soltaron tanto a lo largo de todo un disco, y cada tema que pasa se la juega un poco más.

Cuando funciona, el procedimiento es espectacular, sobre todo en la segunda mitad del disco, en la cual la banda logra condensar una mezcla sonora tan pausada como intensa. “Identikit” y “The Numbers” florecen de golpe y luego se retuercen en vano para tratar de controlar lo que brotó. Jonny Greenwood hace valer su trabajo reciente en bandas de sonido para películas, como se observa sobre todo en la preciosa “Glass Eyes”, un poema fluctuante emparentado a 4 de Los Hermanos, y en buena parte del lúgubre antro jazzero que es “Tinker Tailor Soldier Sailor Rich Man Poor Man Beggar Man Thief”. “Decks Dark” y “Desert Island Disk”  demuestran una vez más la riqueza melódica exquisita que los de Oxford siempre le sacaron a las violas. Pero lo mejor viene en “Present Tense”, una delicia acústica y alucinada con un beat con aroma brasileño que está entre los mejores temas que grabó esta banda en su historia. En estos puntos altos, Radiohead se pone a la altura del mito que supo construir.

La propuesta lírica también trae novedades. Thom Yorke siempre fue uno de los paradigmas del expresionismo doliente, pero esta vez se expresa con una relativa falta de ambigüedad insólita en él. La mayoría de las letras parecen hablar de algún tipo de desamor —un reverso trágico de In Rainbows (2007)— con un candor con frecuencia conmovedor, como en la epifanía agridulce de “Desert Island Disk”, el apunte callejero de “Glass Eyes” y una vez más, “Present Tense”: “A nadie le incumbe más que a mí/que este amor/pudo ser en vano” dispara Yorke sin vueltas y unos loops espectrales le devuelven palabras sueltas. Hacía rato que su desasosiego no sonaba tan directo e irresistible.

Lo poco que no funciona, casi todo en la primera mitad, hace sospechar de los orígenes de A Moon… como un compilado. Hay una diferencia entre jugar con la forma y no llegar a ningún lado, como le pasa a “Ful Stop” (sic): zapa à la Atoms For Peace y merodea “Jigsaw Falling Into Place”, de In Rainbows, sin mucho más sentido que el de admirar la maestría de la producción. En ciertos momentos, el efecto acumulativo de comienzos de baja intensidad deja A Moon… no muy lejos de tornarse soñoliento, casi displicente. Y la rendición de “True Love Waits”, una vieja favorita de los fans, es un desacierto insólito en Radiohead: casi desganada, con un segundo piano de fondo que parece tocar otro tema porque sí, está a años luz de esas interpretaciones en vivo donde exudaba esa emotividad paralizante típica de su época, la de The Bends (1995). Quien sabe sí haya una edad para todo.

A Moon… es, entonces, un disco un tanto desparejo, pero con momentos a la altura de lo mejor que hicieron Yorke y compañía en más de tres décadas de carrera. ¿Salvarán al rock? ¿Les importará? Con música como esta y una actitud tan sana hacia ella, son preguntas irrelevantes. Lo que importa es que después de tres décadas y nueve discos, eso que justifica la leyenda viviente, el espíritu inconformista y contrera que sigue adelante, está intacto. Pavada de logro en un mundo como este.//∆z