Añosluz editora publicó la segunda novela del escritor, en la que la ciencia ficción y el reclamo por la soberanía de las Islas Malvinas conforman una historia singular y atrapante.

Por Marcos Gras

Acometer la lectura de La isla rodante es volver a leer las historietas por entregas de los 50, es volver a sorprenderse con eventos inesperados como cuando uno era niño. Francisco Cappellotti construye el relato con capítulos cortos y ágiles en donde siempre ocurre algo. Como los protagonistas de los cómics de Harold Foster (El Príncipe Valiente), o los episodios de las creaciones de Raymond (Flash Gordon), nuestro anónimo protagonista no conoce la paz ni aun en el encierro al que es confinado en su casa. La narración tiene la virtud de explicar lo inexplicable con sencillez y de no detenerse en una batería de explicaciones científicas cada vez que resuelve o desencadena un nuevo conflicto fantástico. Cappellotti confía en el lector y eso es algo que no se ve muy seguido en las novelas de ciencia ficción de estos tiempos.

En su comienzo el relato es llevado con sutileza y el autor nos va dando un repaso sobre la historia de las Islas Malvinas y Tierra del Fuego. Se nos presentan paisajes que se antojan sacados de la Tierra Media; pero a su vez en estos pequeños repasos históricos se va sembrando el germen de lo que sucederá. Tierra del Fuego es presentada como una tierra en donde lo real y lo sobrenatural conviven de manera inexplicable y, a su vez, aceptada por todos sus moradores. Avistamientos, situaciones fantasmales, poblaciones que se asemejan al mejor de los pueblos de las primeras temporadas de Los Expedientes X, en esta novela los acontecimientos sobrenaturales son aceptados y nunca discutidos.

Lo histórico siembra pistas para lo que vendrá en el segundo tercio de la novela. Se desencadena una serie de acontecimientos que nos hacen recordar al mejor Oesterheld -no en vano el Eternauta es nombrado en el texto- y al prefacio nevado de Juan Salvo, aunque aquí la nieve es suplantada por un viento descomunal. Es imposible no remitir a los entintados de Pratt en Ticonderoga cuando los primeros yamanas o selknam comienzan a desfilar por las páginas de La isla rodante.

Existe en este tercio de la novela una puesta en escena en la que una vez más Cappellotti hace gala de sus dotes narrativos, y sin movernos de una casa y sin más compañía que la de su mujer y sus perros, la tensión de lo que vendrá solo crece y crece. Hay aquí una reminiscencia a climas como los que se pueden ver en las películas guionadas por Shyamalan (Señales o The village más concretamente).

El final del libro es una panacea para los amantes de los géneros, buffet abierto y casi orgiástico en donde se pueden encontrar albatros voladores que recuerdan a Moebius en el Incal, Kaijus que nos recuerdan las mejores producciones de Toho, batallas aéreas, mutaciones genéticas al más puro estilo Wilcard y un sinfín de tópicos que hacen el deleite de los que se divierten identificando lugares o personajes.

Es La isla rodante una de esas novelas que se leen de un tirón, que amenaza con convertirse en una saga -por favor- y que sería casi un crimen que alguien no compre los derechos y la haga serie, cómic o película, como pasó con otros libros como Kryptonita, por ejemplo.

De esta forma, hay que entender que además de todo lo anteriormente descripto, La isla rodante funciona como un hermoso y fuerte manifiesto de reclamo de la soberanía y del sentimiento patrio -y fueguino- de la Argentina para con las islas. Una suerte de memoria emotiva de todo lo que pasó y sigue pasando con ese pedazo de suelo nuestro usurpado por los ingleses en 1833.

La novela de Cappellotti no calla. No omite las monstruosidades para con los pueblos originarios de las islas y del continente, ni las barbaridades y el abandono que sufrieron nuestros soldados en la guerra y aun peor en su vuelta, derrotados. Cappellotti logra el primer buen propósito de una novela, entretener, pero el trasfondo es fuerte, áspero y aun no resoluto. Es algo que sigue en el presente y que exige una respuesta:

“…Varios monumentos a los caídos en Malvinas adornan las avenidas principales. Se hacen grandes actos, se recuerda para no olvidar.

Y nadie olvida.”//z

el tren de los suicidas tapa