El escritor uruguayo analiza la última adaptación cinematográfica del emblemático villano de los comics que acaba de cumplir 80 años. 

Por Ramiro Sanchiz

Joker propone una origin story para el personaje que más se ha beneficiado jamás de carecer de una. Cabe preguntar, entonces, ¿por qué?

La idea de que este gesto sea un defecto estético es defendible desde una postura purista hacia el personaje como fue presentado página tras página en décadas de revistas y novelas gráficas, pero en el fondo, ¿por qué debería importarnos que las películas refieran “fielmente” a los comics? Un reflejo crítico elemental reclamaría autonomía para la creación cinematográfica de Todd Phillips, del mismo modo que el hecho, bastante evidente, de que Tim Burton no era lo que se dice un “conocedor” de la larga vida historietística de Batman previa a su película no debería arrojar (en principio) sombra sobre ésta, pero también es cierto que la película de Phillips hace esfuerzos bastante visibles por incorporarse a lo que damos por sentado del personaje, en particular su conexión con Batman (y también, por supuesto, la escenificación de la trama en Gotham City y el manicomio Arkham), tanto es así que, burtonianamente, el Joker (aunque no por acción directa) queda vinculado a la muerte de Thomas Wayne y, por tanto, a la creación de Batman (“tú me hiciste, pero yo te hice a ti”).

¿Entonces? Preguntémonos mejor por qué Joker ha recibido los elogios que ha recibido y de dónde obtiene su éxito y su poder de seducción. Para responder esta pregunta resulta inevitable confrontar al Joker de Phoenix con su predecesor cinematográfico pre-inmediato (el inmediato sería el de Jared Leto) a cargo de Heath Ledger, que en su momento desató una tormenta pop de remeras, cosplay y tatuajes. Pero hay más que alusiones fáciles y disfraces de Halloween: ambos Joker parecen fácilmente postulables como antitéticos, hasta el punto que el de Phoenix/Phillips es pensable como una reacción al de Ledger/Nolan, un “correctivo humanista” por decirlo así. Detalles sórdidos a continuación.

El Joker de Ledger, para empezar, carece ostensiblemente de origin story: él mismo cuenta cómo se hizo las cicatrices que traman su sonrisa dos veces a lo largo de la película, y lo hace de dos maneras diferentes: porque su papá le pegaba a es el padre el que marca al niño, en la segunda el niño, ya adulto, quien se marca. En la primera se es víctima, en la segunda víctima/victimario; en la primera el mal está ante todo afuera y en la segunda tanto afuera (la mafia) como adentro; en la primera el acto del padre es desproporcionado a todo lo que damos por la manera en que ha de tratar un padre a su hijo (y a su esposa, y a cualquier ser humano), en la segunda el acto del Joker es desproporcionado a la reacción que podríamos pensar “lógica”, “racional” o incluso “normal” ante lo sucedido. La desproporción es planteable en ambos casos desde la idea de locura, y por tanto la locura es siempre anterior: sea la del propio Joker que se corta la sonrisa para no ser distinto a su mujer o la del padre que deforma a su propio hijo después de que este defendió a su madre; esa locura anterior vuelve de alguna manera “explicable” el mal, aunque sea una forma de no-explicación esencial (“lo hizo porque estaba loco”), y postula una sombra de inimputabilidad (para eso está el manicomio Arkham en lugar de la prisión o de la silla), aunque Nolan no la explota: esa locura no queda presentada, después de todo, en términos de una causa social sino que simplemente está ahí. En cualquier caso, incluso si se hubiese presentado esa locura como causada, o ese mal como producto, la superposición de las dos historias disuelven el gesto. No pueden ser verdaderas las dos, así que probablemente no lo sea ninguna.

El Joker de Phoenix, por otro lado, tiene una origin story, y la película precisamente (en lugar de apelar a un Joker ya originado/producido) nos la cuenta. Ahora la locura ya no es un excedente simbólico (el Joker de Ledger no necesariamente parece “loco” al hablar sino más bien articulado, inteligente, y nadie salvo él mismo usa la palabra “loco” para designarlo, sino más bien la palabra “freak”): es un lugar que se habita a pleno y desde el comienzo. Arthur Fleck inspira lástima antes que nada, y si después pensamos que hay una voluntad de dar rienda suelta al impulso asesino, está claro que sólo estando loco se haría algo así. Incluso queda sugerida la posibilidad de que toda la película haya sido un delirio (como lo fueron las citas con la vecina), y el principal argumento a la hora de eliminar esa posibilidad no es otro que Bruce Wayne: esto en efecto pasó porque él habrá de ser Batman. La origin story de este Joker, entonces, es una historia de locura y descuido maternal y abuso sexual: podríamos pensar incluso que Thomas Wayne en efecto está construyendo la idea de “locura” en una mujer para volverla irrisoria y descartarla de su vida para ocultar al hijo bastardo, pero la película, si bien lo sugiere, no se esfuerza por mantener esa hipótesis, más allá de la fascinación inherente a la idea de que Batman y el Joker puedan ser hermanos. En cualquier caso, queda en manos del espectador pensar que el argumento de la adopción es lo suficientemente fuerte como para descartar las dudas, o que Thomas Wayne (el villano de la película, por otra parte), con su poder de hombre blanco rico, se ha encargado de saltar por encima de la ley y ordenar las apariencias según le conviene. En cualquier caso, la segunda escena de la historia (la primera es la de la posible relación entre Penny Fleck y Thomas Wayne) es la del abuso y la madre mentalmente perturbada que obra a modo de cómplice del abusador. La historia familiar es de hombres que abusan (Thomas Wayne abusa de Penny, la pareja de Penny abusa de Arthur, Penny abusa psicológicamente de Arthur, la sociedad entendida como la posibilidad de un bully en cada esquina abusa de Arthur) y de mujeres sobre las que se arroja la mortaja de la locura: un niño abusado y después loco. Sumamos una vida de abuso sostenido por parte de los otros. Payasos mala onda, psiquiatras indiferentes, una sociedad hostil, un orden social en el que los ricos perpetúan su riqueza generando aún más desigualdad a través de la austeridad. Fleck está loco, entonces, y tiene lo que podríamos llamar “razones” para estarlo.

Fleck, es decir, tiene una historia, y una fácilmente planteable en cuanto a una agenda política. Es un individuo en términos de producción social de un marginal, de un outcast, el sujeto herido por una sociedad despiadada, vulnerante: la locura y la depresión (“nunca estuve feliz en toda mi vida”) como producto del capitalismo neoliberal sería el caso general, pero el abuso y la locura materna son el caso particular (compárese con la presencia de las madres humilladoras en Mindhunter). En la intersección de ambas zonas hay una historia específica, la de Arthur Fleck, quien pide ser llamado “Joker” porque así se refiere a él su ídolo (un Robert DeNiro en piloto automático que podría haber sido remplazado por cualquier actor si no fuera porque convenía subrayar un poco más la referencia a The King of Comedy), despectivamente.

El Joker de Ledger no tiene historia: emerge de la nada como un epifenómeno, y en tanto persona, en tanto individuo, en realidad no está allí. ¿Cuál es su plan, su ambición, su deseo? ¿Cómo se configura su agencia? A lo largo de la película tanto reacciona como configura esquemas eventualmente incorporados a otros esquemas más grandes: ¿pierde al final, cuando Batman desmantela el que tomamos por su verdadero plan? ¿O el plan era otro? Un plan es algo que alguien planea, pero en el caso del Joker de Ledger no está claro que haya un “alguien” más allá del cuerpo, del objeto biológico por decirlo así. ¿Es un individuo el Joker de Ledger? Después de todo, ingresa a la película por la via de la replicación: entendemos que la multiplicación de caretas de payaso es parte del proceso diseñado para ser el último hombre en pie, al final del robo; también hay otros (falsos) Batman en la película, pero los falsos Joker están al principio, como si el “verdadero” emergiera de una bruma indeterminada donde se puede ser uno y ser muchos a la vez. En la mejor escena de la película el Joker establece (y el detalle último y acaso genial de esto es que no podemos estar seguros acerca de si creerle o no) al caos como su móvil y su desprecio por todos los que planifican: por todos los que pretenden movilizar una agencia e imponer una “voluntad”. Desde estas ideas, el Joker no desea sino que actúa, no planea sino que reacciona. ¿El dinero obtenido? Lo quema. Eso sí, sólo la mitad que le corresponde.

El Joker de Phoenix, en cambio, es su historia, la producción-de-sí, que es lo que se nos cuenta. Es que, una vez más, es el origen lo que se nos cuenta, como sugiere el epílogo en plan comedia slapstick: para que el Joker sea el Joker, debe volver, debe escaparse de Arkham. De otro modo sólo es un payaso que mató gente, y en rigor el Joker es o debe ser más que eso.

El Joker de Ledger es un proceso, el de Phoenix una persona. Si algo hace la película de Phillips, entonces, es humanizar al monstruo, hacernos entender por qué. Sí, es espantoso lo que hizo, pero hay una causa, una razón, y esa causa y esa razón son la historia del personaje, son lo que lo hace un individuo y, por tanto, son el personaje. Hay una apelación al realismo representativo: se nos dice por qué los personajes hacen lo que hacen, en otras palabras porque son ellos mismos y su historia. Hace unos cuantos meses se ponía en duda el “realismo” –en este sentido específico– de Daenerys Targaryen en su fase destructiva: ¿era verosímil para el personaje? Más allá de qué podamos responder, esta noción de realismo basado en la verosimilitud es el eje de la representación del Joker en la película de Phillips. Un Joker realista, un Joker humanizado.

El Joker de Ledger es un Joker posthumano: su potencia está en la aceleración del proceso, en la tendencia en desenfreno a prender fuego al mundo, que solo puede ser corregida por Batman en tanto freno, por el equilibrio homeostático entre Batman y el Joker. Si el Joker regresa (el proceso siempre vuelve en oleadas, y la tendencia es a que la fuerza de las olas aumente, como en una carrera armamentística), Batman deberá estar ahí para detenerlo. Ambos escalan: cada vez más fuertes, cada vez más monstruosos, en una competencia acelerada. “Esto tiene que terminar”, le dice Batman al Joker en Killing Joke, una novela gráfica que, en el contexto más comprometido de los comics en tanto comics (en oposición a adaptaciones cinematográficas), comete el error de, precisamente, dar al Joker una origin story todavía más deslucida: casi sin locura, casi sin abuso, el problema principal del Joker de Moore es que sus chistes no hacen gracia y su esposa está embarazada. Finalmente es la inmersión en los desechos tóxicos lo que le termina de dispararle la locura, y ahí es que la historia del Joker comienza de verdad (“a veces lo recuerdo de otra manera”, aclara el Joker al final, porque, como ya hemos dicho, el viejo Moore siempre es astuto), para que, finalmente, intente replicar su proceso generador de Locura en el pobre (y al final fuerte) Gordon. Para Batman, sin embargo, no se puede seguir así. ¿Mata al Joker al final de la novela gráfica? Eso –y aquí Moore acierta con tanto brillo que le perdonamos la recaída previa– es lo no narrable. (Como, Tim Burton no entendió nada. Y además el FX de la caída del Joker de Nicholson, el peor de todos los Joker, era infame incluso en 1989).

¿Dónde está la potencia pop del Joker de Ledger? Precisamente en su posthumanismo, en el vértigo de la aceleración, en clavar el pie en el pedal. En el fondo, Alfred se equivoca: no es que algunos hombres quieran ver el mundo arder. Es que todos lo queremos, y eso es lo que Freud encontró más allá del principio del placer. La seducción de la caída, la liberación de todo impulso, la desaparición de toda represión.

¿Y la potencia pop del Joker de Phoenix? Podríamos pensarlo como el correctivo erótico al Joker tanático de Ledger. Quizá en el fondo siempre vamos a querer que se nos reconforte con las ideas de que si no estamos en control al menos podemos saber por qué, y que la culpa será de los demás, de los hombres blancos ricos que, como el señor Burns, se frotan las manos y ríen satánicamente en la convención del Partido Republicano, junto a Drácula y a Rainier Wolfcastle; siempre es reconfortante pensar que esta colección de células (de moléculas, de átomos) que somos es por sobre todas las cosas y ante todo un individuo con deseo, historia y volición. De alguna manera, el Joker de Phoenix devuelve al personaje a la órbita de lo humano y por tanto hace la tarea del humanismo. El proceso es acaso inevitable (en tanto la cultura no hace otra cosa que producir lo humano como modo de supervivencia grabado en nuestros genes desde la sabana africana hace tres millones de años o quizá más atrás todavía), pero, como el Joker y Batman, su enfrentamiento en olas es una carrera armamentística. Ambas películas, The Dark Knight Returns y Joker, son productos culturales poderosos y exitosos a la hora de influir el imaginario colectivo y su cultura pop: la efectividad de una, en última instancia, también se debe a la otra.

Pero cabe pensar que hay más. En una carrera armamentística, cada fase debe superar a la precedente, y como en aquel cartoon de Tom y Jerry, se trata de producir bombas cada vez más grandes. En cierto sentido, la película de Phillips potencia su labor apelando a circuitos culturales más antiguos y por tanto más exitosos (en tanto han sobrevivido más tiempo). Uno de esos circuitos es el que produce, alimenta y vuelve a poner en circulación a la figura de Pierrot. En Joker, este personaje de la Comedia del Arte es movilizado en tanto la figura del Payaso Triste, dañado por el mundo. Pierrot es, qué duda cabe, uno de los personajes recurrentes (como el Quijote, el Capitán Ahab y el Coronel Kurtz) de la narrativa en el sentido más general. Pierrot es el hombre excluido de los procesos de la civilización, aquel que no hace en el sentido que “hacer” puede cobrar en el contexto de la modernidad capitalista, es decir producir en términos económicos y sobre todo materiales; Pierrot es el inútil, el que en la gran división del trabajo posneolítica puede sobrevivir solamente porque otros se encargan de lo importante, y por tanto su única opción son las artes, en particular las que puede practicar con no otra herramienta que su cuerpo (él, por tanto, es su propia herramienta y su propio medio de producción) y que le procurarán tanto un salario magro como el desprecio del mundo burgués. Pero entre otros marginados, artistas y bohemios, Pierrot es además el que sufre su condición, quizá en virtud de una falla esencial. No es el bribón, el rufián que trabaja en el circo o el punguista (por usar un término tan común en el Uruguay de la década de 1980) que roba incautos en las fiestas del carnaval; es el payaso triste, que siempre espera del mundo aquello que los demás, más despiertos, han aprendido a entender que el mundo no habrá de dar. Pierrot, en ese sentido, es la expresión máxima del drama implícito a pensarse un individuo: ¿por qué a mí? ¿Por qué a mí no? Quien espera algo del mundo se asume merecedor de aquello que el mundo terminará por no darle: se asume en el derecho de recibir eso que no se dará. Pierrot se sabe llamado a un destino superior: después podrá jugar la carta de una sensibilidad artística y superior a la del resto de los mortales, pero a diferencia de Arlequín, que sí es un bribón y un pícaro, Pierrot es incapaz de poner en juego un paliativo a la imposibilidad de resignarse por la indiferencia cósmica y la maldad humana. Es, por tanto, la víctima ideal, y Arlequín siempre se llevará a Colombina, y Pierrot siempre quedará solo, triste y sin un peso. En los versos de Jaime Roos: “te largan a la cancha sin preguntarte si querés entrar/ por si fuera poco, de golero / toda una vida tapando agujeros / y si en una de esas salís bueno / se tiran al suelo y te cobran penal”. Buena parte del drama de la generación X y su querella contra “el mundo” o su variante política “el sistema” es, precisamente, que no hay manera de lidiar contra ese “ellos” que “te largan a la cancha”, salvo cuando se encarna, por decirlo así, en una figura específica, que en el caso de Pierrot suele ser Arlequín. A la pregunta de ¿qué hacer?, entonces, caben varias respuestas. Está la tristeza irremediable asociada al personaje en sus formulaciones más clásicas, que desembocan en la idea de bohemia y en la nostalgia (una vez más, “Brindis por Pierrot”, de Jaime Roos, es ejemplar), y en tanto esa tristeza no se quiebre en alguna forma de acción nos mantenemos en los límites del personaje en su sentido convencional; es cuando esa tristeza se rompe que las cosas se ponen interesantes. En Joker, la figura que se construye a partir de Pierrot es la del payaso asesino, que devuelve al mundo la violencia y el desprecio que (según él mismo entiende) el mundo le ha infligido. Pierrot es un asesino serial en potencia o, mejor dicho, la cultura produjo la figura del “asesino serial” apelando a Pierrot en tanto origin story. Todos esos asesinos en serie, después de todo, tienen sus historias personales de abuso y dolor: igual que Arthur Fleck.

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La película de Phillips obtiene buena parte de la efectividad de su figura central en la apelación a una figura tan exitosa en términos culturales como Pierrot. También intenta apuntalar esto por otros medios: por ejemplo, la elección de la década de 1970, y la representación visual de esa época a través de los tonos que asociamos a polaroids viejas y a la calidez de lo analógico ya algo deteriorado, hace de alguna manera más comprensible o legible la trama, llevada a un pasado lo suficientemente lejano como para haber adquirido ya una forma estilizada en el imaginario colectivo y, a la vez, lo suficientemente cercano como para no caer del todo más allá del horizonte hauntológico: aquel que nos permite evocar ciertas épocas como problemas no del todo resueltos aún (pensemos en la caída del estado de bienestar en el Reino Unido, por ejemplo) que podemos pensar como fundantes de nuestra época y, por tanto, fantasmas que todavía recorren la proverbial Europa. Si la película transcurriese en los ochenta, como Mandy o Beyond the Black Rainbow, los futuros concebibles que proyectaban esos años en términos de potencialidad tecnológica y de producción de sujetos posibles parecerían todavía inquietantes y en última instancia weird. La elección de los setenta tardíos es hábil, por lo tanto, del mismo modo que las representaciones de la arquitectura urbana como algo inmenso, desbordante, casi natural en su desproporción con la escala humana. La ciudad deshumanizada contrasta con la humanización del monstruo, y la escena final de la multitud de payasos aclamando al Joker parece restituir la fe en la movilización, en la causa social, en la lucha contra la opresión capitalista. El hecho de que hayan elegido a un Pierrot devenido asesino serial es, por supuesto, el revés pesimista de la película, pero también es interesante leerlo en relación con el cinismo pseudorevolucionario de Bane en The Dark Knight Rises. De hecho, cerca del final es cuando el Joker humanizado de Phoenix tiene su momento posthumano o cibernético: él había motivado sin planearlo o desearlo el uso de máscaras de payaso por parte de quienes llevaban la protesta a las calles, y al final, cuando se dispone a actuar, recoge esa marca y vuelve a hacerla suya, para ser aclamado finalmente por las masas: lo que Fleck produjo lo produjo a él, ahora en tanto Joker, en un loop perfectamente autocausal.//∆z