Por Ayelén Cisneros

Lo bueno de los recuerdos es que son relatos que fermentan con el tiempo y algunos se tornan tan simpáticos como un plato de fideos con tuco, de esos que se huelen por el pasillo al llegar a la casa de la abuela. Era el año 1999 y transitábamos los últimos momentos de la primaria. Por razones que desconozco habíamos planeado una salida muy barata entre los más cercanos del grupo del colegio. Interama, que para otros se llamaba Parque de la Ciudad, era nuestro espacio en decadencia favorito. Aunque un parque de diversiones había llegado a zona norte hace unos años y era furor (decían que era como ir a Orlando) pasear por nuestro reducto barrial era como caminar por esa ciudad que desapareció luego de una inundación, que no me acuerdo cómo se llamaba. El padre de una de las compañeras era delegado gremial en la municipalidad y nos consiguió entradas gratis. Ah, sí, la ciudad hundida se llamaba Epecuén. Llegamos temprano y nos compramos unos helados de palito, se nos chorreaban en las remeras, no nos importaba. Unas tazas voladoras, unos autitos chocadores que habían chocado demasiado, un zamba, el matterhorn, algunas montañas rusas. Los juegos chillaban como si les doliera la cintura. Estaba la casa del terror, un lugar abandonado que daba miedo sin necesidad de personas disfrazadas: los vidrios rotos, las marquesinas apagadas, los azules de las letras desteñidos, así tenía que ser el miedo. No pudimos subir a la torre de Los Supersónicos porque era muy caro o estaba cerrada, no me acuerdo. Hacía rato desde los parlantes cantaba el Pity Álvarez, dios pagano nacido y criado en Lugano. Todos tenían una anécdota con él. Que los había acompañado al cine, que los había saludado en la esquina, que había firmado con las palabras Viejas Locas una comunicación del colegio de su ahijada, que les había regalado sus primeras máquinas de coser. Y es así, la vida de un obrero es así, la vida en un barrio es así y pocos son los que van a zafar, de ese modo nos corroía la poesía de Viejas Locas. Y ahí la vimos, imponente: la vuelta al mundo. Subimos con el Pity en los oídos. Desde arriba el sur de la capital era espeso, verde y gris, parecido a la remera de Chicago. Desde el cielo vislumbramos Lugano I y II, Copello, Samoré, Celina, la cancha de San Lorenzo, casitas como las del juego de la vida todas acumuladas alrededor de nuestros ojos. Justo en el éxtasis del flash la voz del Pity dejó de sonar. Los carritos se quedaron quietos, flotando en el aire. Gritamos pero tratamos de no movernos, no sea cosa que se rompa el carrito y nos estampemos contra el piso. Media hora después volvió la luz y la vuelta al mundo revivió. Nos quisieron regalar otra ronda, pero preferimos dedicarnos a algún otro deporte extremo que no conocíamos. Cuando el sol empezó a bajar nos vinieron a buscar. La tarde había sido un éxito, nos juramos volver y eso nunca pasó. Al parque lo convirtieron en un lugar para recitales me parece. Años después me tocó hacer un trabajo para la facultad. Teníamos que musicalizar un programa de radio con mis compañeras de la carrera de Comunicación. Estábamos en un balcón en Celina. El sol caía naranja rosado. Lo miramos un minuto seguido hasta que una gritó ¡Pongamos Viejas Locas! Ella, que era la dueña de casa, nos trajo Especial y una remera firmada por el Pity. Viejas Locas era su firma, lo había olvidado. Hace mucho que no la usaba, la amaba, dijo la dueña de casa. Agarré la remera y se me vino el vértigo de una época, como si se hubiera cortado la luz en alguna vuelta al mundo.//∆z

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Ayelén Cisneros ( 1987, Villa Celina). Estudió Periodismo y Ciencias de la Comunicación. Fue periodista en el diario Clarín y contenidista en el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva de la Nación. Actualmente combina sus tareas de empleada municipal con la militancia territorial y de Derechos Humanos y con la escritura en la revista digital ArteZeta. Además, a veces da clases de Comunicación e investiga sobre la obra cinematográfica de Leonardo Favio.