A quince años de la salida de El tesoro de los inocentes, y en sintonía con la publicación de la autobiografía Recuerdos que mienten un poco, analizamos la obra solista del Indio Solari junto a Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado.

Por Matías Roveta

 

El tesoro de los inocentes (2004)

“Me parecía que ya era hora de apostar por ‘la leyenda del futuro’”, explica el Indio en su libro de memorias, Recuerdos que mienten un poco, sobre el viraje experimental de Los Redondos en Último bondi a Finisterre (1998). Ese futuro era un futuro de máquinas, una base moderna con la que se le podía dar forma a lo que él define como “música de edición”: la guitarra de Skay seguía siendo el corazón de la banda pero ahora convivía con los sintetizadores y los teclados, y la composición se trabajaba en función de maquetas en las que Solari usaba recortes de otras fuentes (buceaba en bibliotecas de audio o en discos raros para rescatar algún sonido extraño o algún pasaje de algún instrumento que luego él procesaba con pedales de guitarras o efectos diversos para lograr un nuevo color distinto al original) para así construir un groove, un loop o toda una estructura sonora montada por capas y texturas complejas.

Era un gesto aventurero con el cual Los Redondos se adentraban en lo que el Indio consideraba el futuro de la cultura rock, con Massive Attack, Prodigy, Portishead o John Mellencamp (entre otros) en el horizonte de influencias: “Yo no sirvo para los gestos conservadores. Y en ese momento de la cultura rock la novedad eran las texturas, ya no las melodías ni la performance. Lo que te arrimaba a la electrónica como modelo”, profundiza el cantante en su libro. A juicio del propio Solari, esa nueva búsqueda arrojó resultados dispares en Último bondi a Finisterre (donde dice que se seguía notando mucho la distancia entre el sonido orgánico de banda, por un lado, y todo el armazón digital por el otro), pero logró una síntesis perfecta en Momo Sampler (2000).

El tesoro de los inocentes, su debut solista de 2004, suena como una continuación lógica de esos discos y al mismo tiempo plantea una profundización. “Yo andaba detrás de una renovación de las texturas. La cultura rock estaba agotada de cambiar melodías, armonías, formaciones y colores étnicos”, aclara el Indio en Recuerdos…, y completa: “Yo venía de meter la cuchara en las mezclas, pero hasta entonces lo más loco que habíamos intentado era incorporar máquinas de ritmo. Y ahora quería ir mucho más allá (…) No quería imitar lo de antes”. Solari reconoce que padeció un poco la mezcla, que hay cosas que no le gusta cómo quedaron y que los volvió locos a Mario Breuer y Eduardo Herrera, los ingenieros que trabajaron junto a él en el álbum.

Es cierto, como él aclara, que por momentos algunas guitarras suenan demasiado agresivas, pero así y todo El tesoro de los inocentes es un disco brillante, rico en su paleta de sonidos y estilos, grabado con un nivel de meticulosidad y detalle que permite descubrir nuevos arreglos y misterios en cada nueva escucha. La obra se abre con sonidos ambiente tomados de algún show para emular la sensación del vivo, hasta que arremeten las guitarras procesadas con distorsión al borde de la saturación que dan forma a “Nike es la cultura”, que con algunos guiños propios del hip hop se transforma en una marcha densa que arremete contra el poder de la publicidad en tiempos de crisis (“Operarios con salarios de misera / Dirás… ¿qué importa eso? / Tengo trece, quince años, ¡las Jordan’s son para mí!”). Y hay más hip hop en canciones como “Tsunami” o “La piba del Blockbuster”, sensual y sugestiva viñeta basada en una anécdota personal y decorada con un poco de R&B y jazz, pero el Indio se permite incluso abrir un poco más el abanico y arriesgar con un pasaje de música disco (la crónica sobre un dealer en “El Charro Chino”).

Y había más cosas en la cabeza de Solari en esa época: el duelo (como él define los tres años que habían pasado desde la disolución de Los Redondos) parecía haber terminado, pero aún quedaban cuentas pendientes y ahí estaba “Amnesia”, un mid tempo con un poco de psicodelia que habla de “la piba esa, él y un atún”, que no son ni más ni menos que Poli, él mismo y Skay. El Indio parecía intentar pisar firme en el presente (“Ningún recuerdo, nada, nada…”, canta en esa canción) y por esos días su vida giraba en buena parte en torno al nacimiento de su hijo Bruno: “Cuando aparece la inocencia, te vuelve testigo de un fenómeno que no podés dejar de atender. El niño pequeño es como el ser humano esencial: pura potencialidad, para quien todo es deslumbrante y que vive en un estado de constante descubrimiento”, explica en sus memorias. Y continúa: “Me dio por el lado de explicarles a los inocentes el estado de las cosas. Porque da la sensación de que en este mundo todos somos culpables, cuando no es así. El pibe que sale a robar no nació malo, no nació chorro. Vino a este mundo en una circunstancia que lo llevó a eso”. Con esa inocencia como tesoro a resguardar consiguió la idea general como disparador y tituló al disco y a la canción-himno de la placa, que descarga guitarras épicas y que habla de un “deseo, de una manera de ver las cosas que tiene mucho de romanticismo empedernido”: “Si no hay amor que no haya nada entonces, alma mía, ¡no vas a regatear!”, reza ese estribillo que sigue siendo uno de los más recordados de su carrera solista.

Y quedaban otros puntos altos en el disco, como la melancolía acústica con aires mexicanos de “To beef or not to beef” y una letra sobre exilio o, sobre todo, “Pabellón séptimo (relato de Horacio)”, que vuelve a hablar de Luis María Canosa (ex cantante de Dulcemembriyo y amigo del Indio retratado en “Toxi taxi”), quien fue encarcelado durante la Dictadura por una injusticia y murió asfixiado durante la masacre de los colchones en la cárcel de Devoto en 1978. Un clásico que perdura en el tiempo por su mensaje y una nueva manera de dejar sentencia sobre aquello de que todo preso es político.


Porco Rex (2007)  

Porco Rex –o sea, PR– es lo que quedó de Patricio Rey, la porcarata del fondo de la olla, la podredumbre, la desconfianza, la traición”, explica el Indio en Recuerdos… sobre parte del concepto de su segundo disco. En el libro, Solari dedica todo un capítulo explicar las razones de la separación de Los Redondos, que se debió –según su versión de los hechos- no a motivos artísticos (la supuesta posibilidad de que Skay se sintiera excluido en la conducción de la banda a partir de la nueva búsqueda artística del Indio basada en sus obsesiones con las texturas), sino a lo que él considera una traición: la negativa de sus socios –Skay y Poli- a facilitarle copias de los soportes de video y audio de los shows en los estadios de Huracán, Racing y River. “Eso es lo que tiene la traición: cuando te largan duro los que creés leales, te empezás a preguntar cuándo arrancó todo, cuánto tiempo hace que están engañándote”, dice el Indio.

Esa podredumbre que quedaba como destilado triste de lo que fue una de las bandas más importantes del rock argentino era, según la mirada del cantante, algo que atentaba contra la leyenda y defraudaba a sus seguidores: “Porque evidentemente no teníamos nada que ver con esa banda maravillosa sobre la cual el público había proyectado perfecciones. ¡Los miembros de la banda no podíamos ser más distintos!”, amplía en Recuerdos… Y ahí está “Porco Rex” como testimonio, que es una canción “muy pop” –según Solari- y que pone el foco en el final de Los Redondos, pero con algo de consuelo: “En manos de pavotes todo el sueño quedó / Disfrutá los placeres que te quedan sin dañar… ¡dale!”, dice la letra.

Pero a veces la mirada se pone más agria y “Te estás quedando sin balas de plata” es oscura, opresiva e hiriente: sobre un mar denso de guitarras abrasivas y efectos de sonidos que remiten a un sitar, el Indio habla de “tonteras de ayer que no te dejan ser feliz” o que “hay en tu voz un dolor ligero”. Parece no haber más referencias al pasado en el resto de la obra, pero sí hay –tal vez como muestrario de un estado de ánimo particular- historias sobre peleas de parejas, despecho y engaños: el egoísmo retratado en “Tatuaje”, la amargura ante una ruptura inevitable en “Ramas desnudas”, el pase de factura a un ex amor en “Veneno paciente” o –de nuevo- la traición en “Vuelo a Sidney”. En cuanto al sonido, en los créditos de presentación de Porco Rex el Indio escribe que se trata de un álbum “orgánico, abyecto y destinado al karaoke”. Las texturas siguen estando presentes (siempre es posible rastrear varias capas de guitarras en cada canción, un colchón de cuerdas o de teclados como trasfondo de los dramas musicales, acordeones o una sección de vientos para sumar matices), pero ciertamente el disco exhibe un acercamiento más de banda, más rockero y directo.

Entre otras cosas, porque las guitarras brillan y vuelan en un primer plano: “Fue el primer disco con Gaspar Benegas en el estudio. De movida me sentí muy cómodo trabajando con él. Gaspar es de los que se entrega a la canción, de la mejor manera: un guitarrista muy versátil. Baltasar (Comotto) es más explosivo, te eleva la canción a una altura insospechada”, analiza el Indio en Recuerdos… En “Bebamos de las copas lindas” Benegas toca fraseos procesados y futuristas muy en plan Tom Morello (una de sus influencias) y en la mencionada “Porco Rex” usa el chorus para llenar de frescura el ambiente; por su parte, Comotto es una andanada de notas asesinas en su gran solo con wah-wah al final de “Tatuaje”.

Porco Rex también versa sobre la soledad. “La soledad es el campo de juego de Porco Rex”, se lee en los créditos del disco. El Indio ya transitaba una carrera solista sólida y exitosa (la convocatoria masiva crecía en cada nuevo show, todavía lejos de las cifras astronómicas de sus últimos conciertos) y ya no tenía que rendir cuentas ante nadie ni negociar nada. Pero ese estado solitario no hacía referencia a no estar más en Los Redondos, sino al hecho de que el “precio de la libertad es la soledad”: es decir, a poder sumergirse en su obsesión creativa en modo full time, lo que a veces implica desatender a los amigos o incluso a la familia. “Cuanto más me acerco a la soledad, más libre soy (…) Cuando hice Porco Rex lo planteaba desde ese lado, la cuestión de la soledad como tema no se debía al hecho de que ya no estuviese rodeado de la banda”, resume en Recuerdos… O como él mismo canta en “Porco Rex” a modo de declaración: “Perdonen mi ocurrencia, son mis modales así… / Ya casi nunca atiendo (disfruto mi enfermedad)”.

Y verdaderamente se lo escucha disfrutar en varios pasajes del disco, al que define en su libro como “más positivo, más pop” y “más amable en el sentido literal: fácil de amar”. Una obra en la que se dio algunos gustos, como invitar a su amigo Andrés Calamaro para cantar a dúo en “Veneno paciente” y hasta dedicarle una canción de amor a su esposa Virginia en “Y mientras tanto el sol se muere”: un punto alto que mezcla su mirada agnóstica (“Yo no sé si pueda volver a encontrarte, amor, si Dios no me quiere en tu eternidad”) y la amenaza de la muerte (“¿Cómo será andar solito allá en la muerte? / ¡Ay, mi amor… ya sin vos… sin tu sueño!”), con la devoción por su fiel compañera de toda la vida, quien es destinataria de una letra sobre “un amor de una eternidad tan grande que no importaba que el sol se fuese apagando”.


El perfume de la tempestad (2010)

“Cuando le di bola a las letras de Dylan (…), me di cuenta de que hablaban de una cosa futura que viene para la mierda. Y esto también funcionaba en esa dirección: era como una anunciación, pero más bien negra”, analiza el Indio en Recuerdos… sobre la idea central detrás de El perfume de la tempestad. Ese perfume es eso que se huele a la distancia, la tormenta que todavía está lejos pero que no va a tardar en llegar. Como suele suceder con sus obras, la portada del disco y la gráfica refuerzan el concepto que se intenta desarrollar en las letras de las canciones: “Todos los personajes están ajenos a una tormenta que se viene. Una tormenta dylaniana, al estilo A Hard Rain’s Gonna Fall”, desarrolla el Indio en su libro sobre el arte del disco, que muestra a distintas personas envueltas y entretenidas en su cotidianeidad, mientras ignoran la avanzada de una tormenta de colores negros y oscuros que se está acercando: todos desconocen esa amenaza, pero son presas de la misma tensión general.

¿Y de qué tipo de tormenta estaba hablando Solari? Siempre atento a decodificar el clima de época, el Indio hablaba de la realidad de un mundo en peligro: “Veía que íbamos –quiero decir todos, no sólo acá sino en el planeta entero- en un barco que estaba en situación de riesgo. Nuestra generación fue la primera que empezó a preocuparse por el mundo en general, más allá de las fronteras nacionales. Los que vinieron antes que nosotros tiraban papel picado: todos tenían esos coches enormes, que gastaban combustible a lo pavo”, explica en su libro un hombre formado por la psicodelia y también por la contracultura hippie, siempre atenta a los peligros que encierra descuidar el medio ambiente. En su siguiente disco –Pajaritos, bravos muchachitos– volvería a hablar de lo que él considera el quiebre que se dio cuando la naturaleza dio paso a la cultura: el hombre y su codicia al servicio de un consumo irracional. Un mundo en el que el petróleo es el bien preciado que justifica guerras e invasiones y en donde las elites consumen “constantemente lo que se les canta las pelotas, mientras el populacho es entretenido para que no comprenda lo que le pasa, ni lo que pasa”, explica Solari en Recuerdos… Es decir, para que ignoren la tormenta que se acerca.

Entre los enemigos que ponen ese velo “que quita vida y da ilusión” (“Una rata muerta entre los geranios”) para esconder la verdad, el Indio individualiza a dos principales: la religión y los medios masivos de comunicación. En “No es Dios todo lo que reluce” vuelve a aparecer una veta hiphopera y las guitarras resplandecen con un brillo eléctrico que enceguece como esa cruz de la que habla la letra: “Hay una luz en esa cruz (la luz que los ciegos ven) / Que hiere nuestros ojos en un lujo fugaz / Y no deja mirar y no hay alivio (…) Hay un ladrón en esa cruz (actúa en la eternidad)”, canta Solari con los dientes apretados. “Satelital” es opresiva y wagneriana con sus cuerdas dramáticas y habla sobre “los boludos que miran degollar prisioneros por TV, como si se tratara de un espectáculo”, dice el Indio en su libro. Sí, un baión para el ojo idiota o esa “manera contemporánea de comerle coco a la gente y convencerla de que la vida es como creen ellos” (como creen, está claro, los poderosos).

“Ceremonia durante la tormenta” habla –según el Indio- de un tipo que persigue consumos frívolos (castañas asadas, un buffet de hotel o un licor de Ecuador servido en copas de fino cristal) y que sigue tirando papel picado sin advertir que se viene la tormenta; una tormenta que –explica Solari- “no era para andar de la mano con tu novia”: la marea (la inundación final) es brava y eso transmiten las guitarras huracanadas de “¡Todos a los botes!”, la canción marcial y fatal que abre la obra e invita a escapar antes de que sea tarde, mientras se menciona cómo los gobiernos mienten y cómo ciertos colosos son tan golosos que nos “sentencian a flotar en venenos siniestros”.

Gaspar Benegas: “El disco del Indio tiene armonías lindas, menos tensión y es más cancionero”

Hasta las relaciones amorosas permiten entrever que las cosas no están bien: una intro de guitarras que remite a U2 da paso a “Black Russian”, que habla sobre una separación, y en “Chante Noire” el Indio habla de las nubes (seguramente negras y enroscadas) como metáfora de un amor a punto de terminar. Algunas canciones como “Torito es muerto” (un cálido retrato de un personaje marginal que, fiel al estilo del Indio, no es juzgado sino analizado en forma ambigua con un poco de fascinación por el personaje) o “Vino Mariani” (un rock and roll que se centra, una vez más, en un análisis metarockero, toda una tradición de Solari) aligeran un poco la marcha, pero en general El perfume de la tempestad –aún con una cuota alta de grandes canciones- es el disco más dramático y oscuro del Indio.

La ciencia ficción también oficia como influencia y en ese registro es posible ubicar a “ZZZZZZZ…” -que habla de robots dormidos y una fauna biomecánica, tal vez como signo del mundo que resulte luego de una tormenta nuclear- y a “Submarino soluble”, que narra las travesías de un viajero, un astronauta “como punto de lanza de una cultura, yendo a apropiarse de otro lugar o siendo semilla”, explica el Indio en Recuerdos… Y es posible inferir: ¿el último sobreviviente en un futuro post-apocalíptico? El telón negro cae con “Una rata muerta entre los geranios” y al final del último acorde llega lo temido: truenos y una lluvia espesa que lo cubre todo.


Pajaritos, bravos muchachitos (2013)

El disparador para la idea principal del cuarto disco solista del Indio llegó como resultado de una visión que Solari tuvo en su casa de Parque Leloir: “Un día vi gorriones por la ventana. Lejos de la cosa bucólica, ingenua que solemos atribuirle a los pájaros y por extensión a la naturaleza, estos se estaban matando a picotazos (…) ¡Disputándose las miguitas que les había tirado! Pero yo, en vez de espantarme, me sentí menos solo en la coraza orgánica. Vi que había una economía, en este experimento solar, de la que se desprende una cosa inevitablemente trágica”, explica el cantante en Recuerdos… Según el Indio, en general se suele idealizar a esa coraza orgánica, a la que se le atribuye “la ingenuidad de lo natural”, pero: “¡Tal como vi desde mi ventana, los pajaritos están metidos en la misma menesunda que uno!”, profundiza.

En una entrevista telefónica con Mario Pergolini para la radio Vorterix cuando salió el disco, Solari desarrolló también el concepto de Pajaritos, bravos muchachitos: allí el Indio habla de la diferencia entre el estado de inocencia del reino animal y el desarrollo de la cultura humana, para luego explicar que todos esos personajes que ilustran el arte de álbum “son también pajaritos bravos muchachitos, porque no nacemos ni buenos ni malos, sino que hay una inocencia que perdura independientemente de las miserias que cometamos en esta historia”. “Estamos todos sujetos a ese estado de inocencia perdida”, según sus palabras en ese reportaje.

Entonces, ni tan buenos de un lado ni tan malos del otro. Esa idea de que no hay maldad innata, y de que en todo caso es la circunstancia en que uno nace lo que determina todo, es una vieja idea que el Indio ya había desarrollado antes en El tesoro de los inocentes, por ejemplo, pero incluso desde la época de Los Redondos: el cordero y el lobo (es decir, la bondad y la miseria que todos llevamos dentro) o Luzbelito como el hijo de Luzbel (o el propio Luzbel cuando es chico), a quien Solari retrata casi desde la ternura y de forma afectuosa (de allí el diminutivo). “Como un inocente, porque ni siquiera ha aprendido todavía a hacer daño”, y quien a medida que va creciendo va descubriendo que efectivamente está “rodeado de personajes más perversos que él”, dice el Indio en Recuerdos… sobre el concepto de esa obra maestra de Patricio Rey.

Ese contexto de origen desfavorable como herencia fatal es en el que se ve inserto, por ejemplo, el personaje de “Beemedoble”, que sobre unas guitarras sentidas relata la crónica de un marginal que vive en la rivera al borde de la inundación. Una zona de riesgo por la que el Señor “no dio una vuelta”: Dios, quien se queda todo lo mejor del amor “para él” y permite ese tipo de mundo infame. A la hora de poner en foco a los enemigos, el Indio no pierde sus viejas mañas, está claro, pero en Pajaritos, bravos muchachitos actualiza la mira de su rifle de francotirador: el disco abre con un viento amenazante y unos pasos de quien se acerca para cerrar una ventana (¿esa misma por la que vio a los gorriones peleando?), y enseguida arremeten unos teclados siniestros y una guitarra que perfora el aire como una excabadora para dar marco sonoro a “A los pájaros que cantan sobre las selvas de Internet”. “Son otro tipo de pájaros. Más ominosos, como los de la película de Hitchcock”, dice el Indio en Recuerdos… sobre una letra que denuncia a la moda del odio desatado, a los ataques virtuales y el juzgamiento impersonal detrás de un dispositivo electrónico.

Escenas del delito americano, de Indio Solari y Serafín

La religión vuelve a ser blanco una vez más, por ejemplo en “Amok! Amok!”, un punto altísimo de la obra que avanza sobre una base de trip hop y critica al poder de los evangelistas y sus programas de TV del estilo “pare de sufrir”: “Llegó el ‘Telejuego con Chamanes’, que puede curar todos tus males (…) ¡Al fin, sean bienvenidos todos al show de la linda fe sonriente!”, canta allí el Indio con acidez. Por su parte, el rock festivo de “Arca Monster” parece retomar la idea de El perfume de la tempestad al narrar toda una serie de fatalidades como resultado de que el hombre sea “un devorador” y “un sacrificador dedicado”: lluvias negras, vientos con calores de Hiroshima y mares que hierven.

Pajaritos, bravos muchachitos es uno de los mejores discos del Indio, entre otras cosas, porque logra un balance perfecto entre el rock directo y las texturas. “Yo mezclo cosas de músicos orgánicos y sonidos digitales. Hoy en día hemos conseguido alcanzar una unidad entre ambos universos, un sonido que me es propio y un carácter compositivo heterogéneo, donde ya no sabés de qué género estamos hablando”, explica el Indio en Recuerdos… sobre la actualidad del sonido de Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado, en un textual que bien le cabe a su cuarto disco. Un ejemplo posible de esto es “Chau Mohicano”, en donde las guitarras eléctricas se apoyan en una base digital de teclados que suenan como trompetas sintetizadas y en un colchón de cuerdas para dar forma a un rock poderoso que golpea como una trompada en el mentón: muchas veces el Indio se perfiló como un poeta metarockero y le habló a la cultura rock de su tiempo (“Nene nena”, “Pura suerte”, “Preso en mi ciudad”, “Espejismo”, “Rock yugular” y tantas otras), pero acá se habla a él mismo y al lugar que aparentemente le toca ocupar en la actualidad. “Mi furia antigua se licuó y me silenció (…) La cacería terminó, presas no hay”, canta con una clara mueca de enojo. Pero, fiel a su costumbre, la letra es ambigua y no habla de un retiro, sino más bien todo lo contrario: es la mirada de un viejo lobo que sigue insistiendo en que el rock es una contracultura, no un simple entretenimiento. “Es el relato de un momento. Algo autorreferencial. Seguís igual que siempre y te querés convencer de que no te importa más nada, y sin embargo…”, explica en Recuerdos

“Había una vez” tiene un título que puede remitir a una fábula o a una leyenda de un tiempo pasado, suena como un himno ideal para estadios y también habla del lugar del rock, pero esta vez desde un lugar nostálgico: el idealismo hippie y el sueño de hacer la revolución “con una canción de amor”, o la referencia inevitable al recuerdo de “All you need is love” y el impacto de los Beatles en su formación musical. Y quedaba todavía un poco más de nostalgia, al menos para los oyentes: el disco cierra con “La pajarita pechiblanca (scherzo)”, que cuenta con la participación de Walter Sidotti, Sergio Dawi y Semilla Bucciarelli como invitados, para dar rienda suelta a una humorada sobre un engaño amoroso decorado con colores étnicos de una batería, saxos y acordeones. Pero en la canción no parece haber guitarras: un guiño inteligente y la sentencia de que no era una reunión de Los Redondos porque no estaba Skay.


El ruiseñor, el amor y la muerte (2018)

Originalmente el Indio había pensado en Ellos como potencial título para su último disco de estudio. La idea era homenajear a aquellos y aquellas –en especial artistas- que habían sido determinantes en su formación y que habían contribuido a convertirlo en quien es: “Tipos y tipas que, cuando los y las leí o vi o escuché me movilizaron, me transformaron. Era un modo de reconocer a mis maestros”, analiza en Recuerdos… Pero esa clase de título le sonaba todavía demasiado seco y entonces optó por uno más amplio que funcionara como una suerte de resumen: cuenta que, al analizar su trayectoria como escritor de canciones, puede observarse que es un “romántico” -pero romanticismo entendido como “una forma de encarar la existencia”- y que el ruiseñor es un término sobre el cual prefiere no ahondar porque remite a algo muy personal. En cuanto a la muerte y el amor, sencillamente se trata de lo que “te proporciona la vida para entiendas por qué estás acá”. Así, el arte de tapa de la obra retrata a sus padres –José y Chicha- y el sobrio y hermoso booklet interno está hecho con fotos de John Lennon, Bob Dylan, Jack Kerouac, Norman Mailer, Marina Vlady, Billie Holiday, William Burroughs, Artaud, Andréi Tarkovski, Tom Petty, Werner Herzog y hasta Evita, entre otros y otras.

Resulta inevitable vincular este disco con el trabajo que el Indio llevó adelante junto al escritor Marcelo Figueras para su libro de memorias: es indispensable preguntarse si ese rastreo de su trayectoria -de su infancia, formación y de toda su vida en general- no habrá sido en realidad el disparador que lo motivó a reconocer a todas sus influencias. “Una suerte de arqueo del pasado”, es lo que dice Solari en su libro cuando explica el proceso de elección de los nombres ilustres para graficar el arte de El ruiseñor, el amor y la muerte. “Pedís que no mire hacia atrás”, canta el Indio en “La oscuridad” -la mejor canción del disco, que funciona a partir del cruce de las guitarras y un solo de trompeta que carga con reminiscencias de Patricio Rey-, pero ese es justamente el tipo de consejo que el cantante parece estar evitando a lo largo de la obra: es una letra que habla sobre volver a la ciudad en la que te formaste (¿La Plata?) para cobrarte una deuda y lidiar con los recuerdos y la nostalgia. Pero, además, en otros tramos del disco –a mitad de camino entre lo autorreferencial y la construcción ficcional- el Indio habla sobre amores del pasado (“La pequeña mamba”), sobre viejas aventuras en la costa atlántica (“Ostende Hotel”, una zona que él conoce bien a partir de sus escapadas a Valeria del Mar durante los ’70 y ’80 y epicentro en donde verdaderamente nacieron Los Redondos a partir de la banda de sonido de la película Ciclo de cielo sobre viento) y de sus formativos años de psicodelia cuando el rock hervía como contracultura en los ’70 (el hermoso homenaje a Albert Hofmann y al LSD en “El Tío Alberto en el día de la bicicleta”).

Ese título del disco le permitió al Indio poblar algunas letras con historias de amor –la mejor de todas es la conmovedora balada que da nombre a la placa, en la que el cantante suelta como frase para recordar eso de que “el dolor más puro es el de haber sido tan feliz”), pero son las referencias a la muerte las que pueden ser analizadas con una seriedad distinta. El Indio ya había hablado sobre la parca en su debut solista -en donde tituló a una canción directamente con el nombre de “La muerte y yo”- pero, a la luz de que él mismo hizo público que padece Parkinson, todo cobra otro peso. “La muerte, esa tonta, me vino a buscar ayer (…) Dijo: ‘De a poquito comienzo’”, canta el Indio con elegancia y cercano al crooner en “La moda no es vanguardia”; en “La oscuridad” el cantante cuenta que ciertos fantasmas lo acechan en forma de viejos recuerdos y conocidos ahora lejanos que se acercan para despedirse de él, tal vez como conscientes de que todo puede terminar en cualquier momento: “Vos fuiste la derrota que mi alma no soportó”, canta allí quien mira hacía el pasado con la amargura a cuestas como resultado de viejas cuentas sin saldar y pregunta –quizá de cara al final- “¿habrá después?”. La figura del fantasma vuelve a aparecer en “Pinturas de guerra”, pero esta vez es el suyo propio convertido en espíritu vengativo que va a volver a poner las cosas en su lugar contra aquellos que lo juzgan –un tiro por elevación al maltrato y las calumnias de la prensa luego del show en Olavarría- cuando ya haya “abandonado su nombre”.

El Indio dice en Recuerdos… que sentía que, con El ruiseñor, el amor y la muerte, necesitaba un cambio respecto de su trabajo anterior. Y este disco es el mejor de la carrera solista de Solari por varias razones: por lo conmovedor que resulta ese sabor a despedida y la vulnerabilidad que desnudan algunas de las letras y el color de su voz –las mejores melodías desde la época de Los Redondos-, y porque es posible identificar un sonido de engañosa simpleza, que mantiene el trabajo sobre las texturas que acompañan a las guitarras pero sin saturaciones y que exhibe un nivel de cohesión que permite disfrutar de un álbum extenso (el más largo de su discografía) de punta a punta. Acá hay un par de giros novedosos en su carrera, como por ejemplo la mayor presencia de guitarras acústicas –la mencionada “El Tío Alberto en el día de la bicicleta” con su carga de folk rock o “El callejón de los milagros” como una suerte de “Gualicho” lisérgica-, las palmas que se convierten en un recurso sonoro principal y hasta un piano que puede remitir a Leonard Cohen y asumir un rol protagónico (“Ostende Hotel”). Hasta los pasos habituales de rock and roll respiran una frescura emocionante (“La pequeña mamba” termina con un aire relajado que emula un ensayo descontracturado en estudio, con diálogos incluidos) y el Indio por momentos suena con una energía descomunal (“El que la seca la llena”, un poderoso funk rock que termina con la frase “la banda suena tan lindo hoy” como resumen del espíritu de la obra).

Indio Solari: Recuerdos que mienten un poco

En los últimos años, el Indio individualizó en varios momentos la influencia que había despertado en él Blackstar (2016) de David Bowie. Así lo resume por ejemplo en el documental Tsunami (2016): “Hubo un reportaje que leí de Bowie que me hizo pensar… A mí el último disco me parece una obra maestra: con el primer tema se me pianta un lagrimón, es de un atrevimiento estético total. En ese reportaje Bowie decía que él siempre había querido hacer eso, pero que siempre había sido David Bowie. La muerte es una oportunidad muy especial para liberarte de tus compromisos y hacer lo que quieras”, dice el Indio, visiblemente emocionado ante la cámara.

El ruiseñor, el amor y la muerte –más allá de esos cambios y de una apuesta que amplía el horizonte de sonidos del Indio- no es un disco experimental, está claro, y no hay guiños al jazz de vanguardia como en Blackstar. De hecho, el cantante no pierde del todo sus viejas mañas: “Canción para un terrorista bonito” es un buen ejemplo del modo de composición de Solari, a partir de una base de percusiones que suenan como tablas hindues, una guitarra eléctrica procesada y un misterioso solo de clarinete que se va en fade out para rociar el ambiente con aromas orientales (una eterna influencia desde Los Redondos para acá); también hay rock and roll con las clásicas letras sobre esos personajes casi de cómic a los que al Indio le gusta definir como “bandoleros” (“Panasonic y el mundo a sus pies”) y siempre es posible rastrear algún rock combativo que lee perfectamente los tiempos que corren (la carga industrial de “Strangerdanger” y una letra que denuncia cómo funcionarios locales vuelven a poner la economía nacional en manos del FMI). La influencia de Bowie, en todo caso, está más presente en espíritu –sentirse identificado con un artista que compuso sabiéndose cerca de la muerte- y en una canción particular: el brillo resplandeciente y el aura épica de las guitarras en “El martillo de las brujas” puede situar a “Heroes” como modelo.

El Indio explica en Recuerdos… cuánto padece su enfermedad y cuánto le cuesta el día a día; que ya no hay posibilidad alguna para un show en vivo y que tal vez en el futuro edite un nuevo libro con ilustraciones y las letras de su carrera solista. También, cuenta que todas las mañanas se encierra en el playroom de su casa para componer, escribir, pintar o dibujar. Por lo pronto, El ruiseñor, el amor y la muerte es el mejor testamento posible y el pico más alto de una carrera que empezó hace quince años. ¿Habrá después? //∆z