Por Fernando Krapp

Nunca me agradaron las remeras con inscripciones. De pibe (casi digo jovencito), compraba mi ropa a bajo precio en el cotolengo de Ministro Rivadavia, algo que estimulaba mucho más mi imaginación que ponerme una casaca de Beastie Boys o Green Day, o la banda que estuviera de moda. Con un par de amigos escuchábamos rock sinfónico y ponerse una camisa a cuadros chivada por alguien desconocido hacía que nuestro look tuviera una relación más directa con los solos operísticos de Rick Wakeman o las fantasías sexuales de la flauta traversa de Ian Anderson. Pero sin duda, mi adolescencia estuvo marcada por la melancolía de una música no vivida (nací en el 83), y nuestras reuniones siempre terminaban siendo demasiado anacrónicas para la época del grunge, el no wave, los noventas y toda esa sarta de huevadas. Jugábamos mucho al ajedrez.

Así de calculada fue nuestra intención cuando nos anotamos los tres en el conservatorio de música Julián Aguirre. Uno se enlistó en guitarra, otro en contrabajo (no había bajo eléctrico) y yo… bueno, en percusión. La intención era formar un power trío de rock, pero ¿cómo hubiera sido mi participación en una banda que en lugar de tener un charlestón tuviera un toc toc, o para suplantar la chancha tuviera que pegarle al triángulo? De tan solo figurarlo en el aire me da risa: ¿habríamos revolucionado la música conurbánica de haber formado un trío de rock con guitarra criolla, contrabajo gigante y un sinfín de cajitas sonoras? Quién sabe. Hermeto Pascoal tiene mucho más rock que el Chano, pero bueno, nunca falta el descarado que diga que Hermeto es Hermeto, etc, etc.

La cosa es que no pude asistir a clases nunca por un accidente que tuve (y que constituye otra historia, quizás para alguna sección llamada “Historias Clínicas” o “De ambulancias”), y cuando salí empecé a estudiar guitarra. No ya en un conservatorio (aunque después me anoté en dos), sino con un cancionero y la ayuda (remunerada a base de Don Satur y algo de plata) de un amigo más grande que yo en edad. Recuerdo con mucha felicidad esas clases: la casita al fondo de otras dos casitas, la sensación de estar suspendido en el tiempo, los intentos por hacer un solo parecido al de Paco de Lucía (ah, la ingenuidad adolescente no tiene límites) y las largas charlas y conversaciones con mi amigo mayor, quien estaba fascinado por la música contemporánea (Boulez, Messiaen, Berg, Nono y sigue la lista). Después de un tiempo de práctica estaba listo para tocar con una banda.

Me estoy yendo demasiado por las ramas, lo sé, y debería hablar de una vez sobre mi remera rockera. Pido paciencia, sigan leyendo; sé que tienen muchas cosas y mucho más importantes para ver en Internet como su homebanking o el precio de alguna picana eléctrica en Mercado Libre. Estoy preparando el terreno. Quizás el final de esta historia no acumule más que melancolía y desasosiego, como todas las historias que hablan de un pasado remoto e idealizado pero bueno; es cierto que en aquella época tenía granos, las pibas no me daban bolas, y la mayor parte del tiempo estaba triste y angustiado más por deporte que por otra cosa. Es la premisa de todo recuerdo.

Debería decir, que mis solos en la banda que tuvimos eran algo horrible, aunque el resto sonaba muy bien por mérito del otro guitarrista y del bajista (aunque estaba un poco obsesionado con Marcus Miller). Mi lugar en la banda era raro: debía meter bocados melódicos o a veces simplemente no tocar. Cuando hacía un solo, usaba mucho una escala menor armónica que había aprendido en un ejercicio de Bach. Así que todos los solos, cuya duración era desmedidamente larga, eran mi aporte a la estructura errática de los temas.

La banda se llamaba Planeta Marga. El nombre merece una digresión: estábamos comiendo un locro con el otro guitarrista, amigo mío de toda la vida, un 25 de mayo en la casa de mis viejos. Al lado estaba mi abuela Margarita comiendo locro de un modo autista; si bien sus cabales funcionaba bien, se balanceaba de adelante hacia atrás, mientras sujetaba su cuenco con las dos manos, como si recitara un mantra telúrico a su mejunje. Mi amigo me codeó y me dijo, mirá, está en su planeta. Ualá, tuvimos el nombre después de tres intentos fallidos.

Volviendo a mi remera: al ser un primera guitarra (aunque el otro compusiera y fuese realmente el talento), tenía que tener algo de conocimiento sobre los líderes del instrumento. Me gustaba mucho Zappa, ¿por qué ocultarlo?, pero el imperativo categórico para una estrella de rock en ciernes era la de escuchar a Jimi Hendrix.

Jimi era un tipo fotogénico. Vestía de un modo asiático. Siempre se las arreglaba para sacar sus manos de entre los tules de seda y se las ingeniaba al mismo tiempo para que esos trapos no lo molestaran a la hora de afinar sus cuerdas en escalas imposibles. Por eso, cuando vi su remera en un local con olor a vanilla proto-transgénica de CIA, en la peatonal Laprida de Lomas, no dudé.

En casa me la puse: era naranja y decía simplemente Hendrix. Ostentaría mi casaca ante una muchedumbre enardecida que se agitaría embelesada por la calidad y astucia de mis solos. Yo movería mi guitarra de un modo sexual, como si me la estuviera montando, y penetraría con desquicio distorsionado la felpa virginal de los parlantes valvulares…

Se parece a James Brown, no, no, a Al Green, dijo el baterista en el primer ensayo que la llevé puesta. Todos coincidieron en que la cara de esa inscripción sobre naranja no era la de Hendrix. Era más bien algo funk (música que yo detestaba en ese momento) o blacksplotation, significara lo que significaba eso. Enojado, volví a mi casa y corroboré una cosa que todo guitarrista primerizo sabe: nunca había escuchado a Jimi Hendrix en mi vida. No sabía quién era, más allá de los comentarios que los mayores me habían hecho por causas naturales (Hendrix fue el mejor guitarrista del mundo, etc, etc). Así que ahí estaba: tenía una remera de un músico a quien nunca había escuchado, y que en el fondo su jeta no se parecía a él, sino que guardaba un parentesco desmejorado con una estampita de Africa Power. Sin embargo, como todo buen varón apegado por una relación anal a la ropa, usé esa remera varios años, diría demasiados. Incluso cuando abandoné la escucha de Rock y pasé al Jazz con la esperanza de convertirme en un nuevo Jim Hall o algo así. Incluso cuando años después descubrí una mañana que por más que le diera a las escalas cuatro horas diarias nunca iba a tener el don para la música (menos para el Jazz). Y decidí hacer cine, o literatura, o lo que viniera.

En fin, ahí sí: me puse un disco de Hendrix. Más precisamente el disco con los Gypsis, en vivo. El disco que tiene el tema “Machine Gun” y donde Hendrix hace cosas increíbles con su instrumento (musical). La buena música es atemporal, puede meterse en tu tejido cerebral y generar sentimientos y sensaciones totalmente nuevas así sea un solo de guitarra de la década del setenta o un canto gregoriano de la edad media. Es el día de hoy que escucho ese disco y puedo sentir la textura de estar entre el público. Entendí la frase del Tote King, rapero andaluz, que hacia el final de su canción “Mi Parque de Atracción” dice algo así como: “Voy al Corte Inglés y el dependiente me quiere vender una Fender / yo no tocaría nada que haya tocado, Jimi, señor currante / a los dioses hay que respetarlos / sobre todo si son elegantes”.

Decidí usar mi remera solo para dormir o cortar el pasto, usarla sería una falta de respeto a semejante deidad. Tiempo después, se desintegró entre pelotas de naftalina y mudanzas varias. La música queda.//∆z

Fernando Krapp (Llavallol, 1983). Estudio Letras (UBA) y guion cinematográfico (ENERC). Trabaja indiscriminadamente en cine, periodismo, publicidad, televisión y librerías desde muy corta edad. Colabora regularmente con Radar y Radar Libros, suplementos de Página12. Publicó el libro de cuentos Bailando con los osos (17grises, 2013) Escribió numerosos documentales, solo y en colaboración. Co-dirigió el largo Beatriz Portinari. Un documental sobre Aurora Venturini (Premio Argentores 2014). Está por subir a una montaña para filmar una segunda película, Cumbre. Trabaja con rigor en una novela esotérica.

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