Hablamos con el periodista y cineasta sobre su libro Una isla artificial, en el que narra la inmigración japonesa en Argentina a través de historias de vida, mitos y costumbres.

Por Pablo Díaz Marenghi

Hace tiempo que la crónica se consolidó como el género periodístico por antonomasia de América Latina. Tanto en foros, congresos y seminarios se brindan charlas, se invita a autores a exponer sus trabajos y se profundiza acerca de cómo al sur de la frontera se sentaron las bases de un periodismo narrativo sanamente contaminado de literatura, que ahonda en la podredumbre y expone las raíces más profundas de la heterogeneidad tercermundista.

En nuestro país, Leila Guerriero es una de las principales exponentes. Directora de la colección “Mirada Crónica”, de Tusquets, fue ella quien le sugirió a Fernando Krapp (1983, cineasta, colaborador del suplemento Radar, formado en la carrera de Letras de la UBA y en Guion de la ENERC) una idea para una crónica que terminó convirtiéndose en libro.

Foto: Francisco D´Eufemia

“Cuando me la propuso, hizo sistema con una vieja idea que yo tenía de hacer una novela o una serie de televisión. Fue una conjunción eléctrica”, confiesa el autor, en diálogo con ArteZeta. Hacía tiempo que sobrevolaba en su mente la idea de meterse con la inmigración japonesa en la Argentina, tema poco explorado por la historiografía y la prensa en general. La cultura japonesa es una de las tantas que se han enquistado en el ADN cosmopolita de Buenos Aires y sus alrededores. Y también fue blanco de mitos, leyendas y sentencias xenófobas de todo tipo.

En Una Isla Artificial: Crónicas sobre japoneses en la Argentina (2019), Krapp cuenta la historia de cómo los inmigrantes llegaron a nuestro país, y qué paso con sus descendientes (los llamados nikkei). El abanico va desde la consolidación de las tintorerías y el paisajismo hasta casos de desaparecidos durante la Dictadura Cívico-Militar. En esta entrevista, el escritor profundiza sobre el proceso de producción de estos textos escritos desde el respeto, la curiosidad y el deseo hacia una cultura que, en Occidente, a pesar de todo, no deja de ser un misterio atractivo.


AZ: ¿Cómo describirías el proceso de producción del libro?

Fernando Krapp: No tenía un plan previo, la verdad. Tenía un objetivo un poco difuso; quería hablar de la integración y de la mixtura entre lo argentino y lo japonés, y no tanto sobre qué oficios japoneses habían sobrevivido durante estos años. Cursé una diplomatura en Estudios Nikkei que dan Pablo Gavirati Miyashiro y Paula Hoyos Hattori en CeUAN (Centro Universitario Argentina Nippon), que me proporcionaron de bibliografía y de un marco teórico. Pero cuando se escriben crónicas lo que importa es ir siempre al terreno, a buscar el material por cuenta propia. Fui armando una red de temas, de aliados, de laderos y de contactos que me fueron derivando hacia otras zonas, otros lugares. Descubrí que la colectividad funciona como un pueblo chico; todos un poco se conocen entre sí.

AZ: ¿Cómo fue el trabajo con Leila Guerriero como editora?

FK: Acepté escribir el libro porque ella iba a ser su editora. Para mí era un momento único para trabajar con una de las periodistas latinoamericanas más importantes de los últimos años. Leila fue rigurosa, respetuosa y entusiasta conmigo y con el tema. La idea del libro fue de ella. Leila es una lectora lúcida y puntillosa, y tiene un amor por el trabajo y por la escritura que contagia. La verdad que fue una experiencia hermosa que cambió no solo mi escritura sino mi relación con la literatura. Por otro lado, que el libro saliera por Tusquets, una editorial que en su catálogo tiene escritores y escritoras que admiro, fue un honor y un gesto de confianza por parte de su editora, Paola Lucantis, que dio luz verde al proyecto, a pesar de los malos tiempos que está viviendo la industria editorial en los últimos años.

AZ: En una entrevista dijiste que leíste a Ezequiel Martínez Estrada, Carlos Gamerro y David Viñas como referencias a la hora de escribir. ¿Cuales fueron tus referentes dentro del periodismo narrativo?

FK: Tenía tres libros en la cabeza. Oranges (1967), de John McPhee, que para mí es una crónica sobre lo imposible: el jugo de naranja en Estados Unidos. Lo que hace McPhee ahí es maravilloso, logra volver atractivo un tema que en sí parece no tener, valga la redundancia, ningún jugo. Y después dos libros sobre inmigraciones: Enterradme de pie (1997), de Isabel Fonseca, sobre gitanos en Europa, y Miami (1987), el libro sobre la inmigración cubana en Florida después de que Castro abriera las puertas de cárceles, escrito por Joan Didion. Por otro lado, en relación a la ciudad intenté ensayar una mirada situacionista. Es decir, buscando en la deriva una relación con lo fantasmático del paisaje urbano. Tengo una debilidad ballardiana por las ruinas, y me parecía que mucha de la herencia japonesa se relacionaba con lo que ya no estaba más. Hay un libro que me sirvió mucho para pensar a Buenos Aires en términos de psicogeografía que es de Iain Sinclair y se llama La ciudad de las desapariciones (2015).

AZ: ¿Qué relación encontrás entre las corrientes inmigratorias japonesas y la identidad argentina?

FK: Forma parte de nuestro ADN como argentinos. No hay modo de pensar a la Argentina sin la colectividad japonesa. Que esté invisibilizada por el imperativo europeo, que sea una minoría, no implica que sea una anomalía. O, en todo caso, todas las corrientes migratorias que llegaron a la Argentina lo serían. No me interesaba remarcar el gesto exótico, y si lo hice, en todo caso, la intención era ver cómo los propios hijos de inmigrantes usan a lo japonés como algo exótico, o para afianzar y reconstruir la identidad de sus abuelos y abuelas, o para hacer de eso un modo de vida en nuestro tercer mundo. Roy Asato, un chef que tiene su local en Olivos, me decía: “Cada vez que ibas a un asado a la casa de un japonés, había arroz de sushi para acompañar la carne”. Esa mezcla me parece fabulosa.

Foto: Francisco D´Eufemia

AZ: ¿Con qué prejuicios te enfrentaste a la hora de introducirte en las diversas comunidades e historias de vida? ¿Qué mitos “derrumbaste” (algunos los mencionás, como el de los japoneses “cerrados” o “limpios”) y cuáles comprobaste que tenían  parte de verdad?

FK: No creo que haya derrumbado ningún mito. Para mí fue muy importante tener un ladero, que fue (y es) mi amigo Marcos Yonamine, a quien conozco desde la adolescencia. Las conversaciones que tuve con él durante años me ayudaron a pensar no solamente en el libro sino en mi propia identidad como argentino. Era un poco su mirada, mediada por mi escritura, la que me ayudó a repensar los prejuicios y mitos que hay alrededor de los japoneses. Creo que la mayor confusión que hay que despejar es entre Japón y Okinawa, porque ahí se anuda gran parte de la problemática.

AZ: ¿Cuánto te aportó tu labor como guionista y documentalista a la hora de escribir estas crónicas?

FK: Cuando estaba perdido en la escritura, vi un video en YouTube en donde Leila decía que, para explicar su oficio a desconocidos, comparaba un documental con un libro de no ficción. Entonces me dije: “Yo hice dos películas, escribí un montón de guiones, voy a hacer como si escribiera un documental”. Pero cuando quise homologar el corte del montaje en la escritura del primer borrador, no se entendía nada. Ahí entendí que la crónica tiene también sus reglas propias; presentación de los personas, unidad de acción, continuidad en el ritmo, recursos que quizás en un documental no siempre necesitás, ya que el corte funciona, como dice Michael Rabiger, con el desvelamiento y la sorpresa. Mientras que en la crónica la tensión funciona con la dilación y la dosificación. Igual, toda experiencia personal siempre es buena para la escritura, el problema es saber cómo interpretarla.

AZ: Creo que hay una relación bastante marcada entre tu libro y tu documental El volcán adorado (2018) en relación a un interés tuyo en torno a la identidad y a la reflexión sobre la misma, sobre los mitos del origen. ¿Coincidís?

FK: Qué bueno que le veas una coincidencia, la verdad no lo había pensado. El Volcán Adorado para mi es una película sobre la relación mística que establecemos los seres humanos con las montañas, pero sí es cierto que eso también configura una determinada identidad, un enlace de afinidad cultural. Quizás el conflicto ahí es mucho más claro (anclado en la figura de los niños del Llullaillaco) mientras que en la colectividad japonesa, me parece, son conflictos internos que se reflejan sintomáticamente en las relaciones sociales.

AZ: ¿Tenés en mente continuar trabajando dentro del género crónica?

FK: Estamos haciendo un documental sobre una de las historias, producido por Maximiliano Dubois y Luciana Calcagno. En cuando a otro libro, tengo varias ideas, pero la materialización de un libro muchas veces no depende de uno sino de un criterio editorial, un momento político del país, entre otros miles de factores. Hay tantas personas involucradas en la creación de un libro (o una película) que en muchas ocasiones uno no elige los temas sino que los temas lo eligen a uno. Y cuando eso pasa, hay que estar preparado para entregarse al libro lo mejor que se pueda. //∆z