El extraño western misionero que es El ardor presenta más errores que aciertos y supone el primer paso en falso en la carrera de Pablo Fendrik.

Por Martín Escribano

Vania (Alice Braga) vive con su padre en una casa ubicada en la selva misionera. Procuran resistir el embate de tres hombres que, más por las malas que por las buenas, quieren hacerse con el terreno. No se sabe quién los manda pero son conocidos por quemar los terrenos de quienes se resisten. Podemos aventurar que responden a los intereses económicos de los poderosos. Traído por el río, protegido por el espíritu de la naturaleza, el errante y reservado Kaí (Gael García Bernal) será el líder de la resistencia.

Si bien transcurre en el noreste de nuestro país (se trata de una coproducción argentino-brasilera), el tercer largo de Fendrik presenta elementos del Far West, es algo así como un western misionero sin caballos ni vaqueros pero con una mujer secuestrada, un héroe que va a su rescate y, sobretodo, un duelo final. Es, además, una obra a favor del ecologismo, coagulado en la figura de ese jaguar que, tan cautivante como ridículo, entra y sale de la escena para socorrer a los buenos y ajusticiar a los invasores.

Lo que invade a “El ardor” no son, sin embargo, sus villanos. Es su tono grandilocuente, el innecesario uso de la cámara lenta para acentuar un dramatismo que jamás se apoya en sus figuras internacionales y una música exageradamente presente. “El ardor” es una película en la que se habla poco y mal y que tampoco deja hablar al cuerpo. La suntuosidad del paisaje nunca excede el mero registro fotográfico y la pulsión queda rebajada a una escena de sexo enmarcada en el cliché.

Es difícil no decepcionarse siendo que Fendrik había entregado hasta aquí dos cintas formidables como “El asaltante” en 2007 y “La sangre brota” al año siguiente. Fuera del ámbito urbano y sin el recientemente fallecido Arturo Goetz, el director parece perdido. Aun así, y aunque resulte contradictorio, el acierto en esta cinta recargada de prólogos y que parece no comenzar nunca, llega sobre el final.

Hay un instante, a la hora del duelo, en el que los elementos que no funcionaron durante todo el film se alinean y el humo se disipa. Solo ahí la imagen cinematográfica toma la palabra y emerge esa belleza que golpea como un machetazo certero.//z

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