Atrás Hay Truenos presentó en el Caras y Caretas su úlitmo disco, Bronce. Una celebración del sonido patagónico que conquistó Buenos Aires.

Por Juan Martín Nacinovich
Fotos de Florencia Alborcen

“El río crece, el río se retira.
Sabemos que él, ajeno a otra cosa, hace su vida,
lejano, olvidado del destino de otros ríos célebres,
solo atento a su naturaleza.”

Poni Micharvegas, 1966.

Los hermanos Mariano y Juan Pablo di Césare, líderes de Mi Amigo Invencible y Monotoro respectivamente, hicieron las veces de antesala para la ansiada presentación de Bronce. Con un ensamble más íntimo compuesto por dos voces y dos guitarras, El Príncipe Idiota recorrió parte de su prematuro y prometedor repertorio con “Banana”, “Héroe de la madrugada” y “Campos de fuerza” como los puntos más destacados. “Les dejamos a Los Truenos un escenario encendidísimo, con un nivel de potencia…”, soltó Mariano irónicamente para risa de los presentes.

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El Caras y Caretas se iluminó en un santiamén y Roberto Aleandri, Diego Martínez, Ignacio Mases y Héctor Zúñiga salieron tímidamente al escenario y tomaron sus respectivos lugares, con una formación acrecentada para la ocasión: Mariano di Cesare en percusión y Martín Villulla (Los Bonvivant) en sintetizadores, el sonido logró expandirse, generando un ambiente onírico por momentos y beatífico por otros. “Bronce” y “Perro”, al igual que en la placa, dieron por iniciada la jornada.

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Aleandri danza con su guitarra, se mueve de un lado a otro delicadamente, contrae sus hombros, agacha la cabeza, extiende su brazo derecho con la púa señalando al cielo y hace mucho ruido. Es un frontman innato, como si hubiese nacido para dicho oficio. Pero no sólo está al frente de Atrás Hay Truenos, sino que también lleva consigo quizá el secreto de toda la cuestión: su remera Neu-quen, a esta altura un estandarte, expresa la conjunción de dos corrientes que se unificaron y dieron vida a un sonido auténtico. Allí, el kraut alemán y el gen patagónico se fusionaron hasta crear el sonido trueno.

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De la mano de “Río Negro”, una oda a la naturaleza que ya se volvió un tópico constante en el imaginario de la banda, el sexteto se entregó por completo al viaje. Y como en todo viaje, la carretera –o el río, en este caso– se torna sinuosa. De “El Encanto” a “Consuelo”, siempre navegando por los meandros de la canción. “Encuentro” sirvió como un punto de inflexión. Fue tocada dos veces seguidas: primero replicando la calma del disco; luego inyectando la electricidad de la versión del Compipulenta III con el mantra “deseo y espero no encontrarte en ningún lado / no puedo encontrarte en ningún lado” gravitando en el reducto.

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“Han sido los días más hermosos de nuestras vidas”, disparó Aleandri, mientras afinaba. Y el clima era inmejorable, parecía Navidad. “Esto es el amor, esto es para siempre”, dijo emocionado Martínez, anticipando el track que se acercaba, para la réplica de Zúñiga desde los tachos: “nosotros estamos enamorados para siempre”. Felicidad a diestra y siniestra, amalgamada por una luminosa versión de “Para siempre”, con el tándem de guitarras entrelazándose, jugando.

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Pero no todo puede ser tan descontracturado. Mases aplicó el famoso orden necesario, apurando a sus compañeros y aterrizó “Cara de mapa”, con el bajo marcando la pulsión y elevando todo hacia la épica. Aleandri, por su parte, se persignó arrodillado frente al guitarrista principal, procurando mantener un ambiente relajado y vibraron al ritmo de “Euro, el reino de tu amor”. Entre discursos de agradecimiento de cada uno de los miembros, Los Truenos, emocionados hasta la médula, se despidieron con una versión shoegazera de “Por el río”, celebrando su flamante Bronce y una larga década de laburo y canciones.//∆z

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