Sincronía y justicia editorial mediante, abril hizo coincidir las reediciones de dos obras fundamentales en materia de historieta argentina: Nippur de Lagash y Gilgamesh el inmortal. Un repaso por la importancia que tienen en la historia del noveno arte en nuestro país.

Por Gabriel Reymann

Historia para Lagash

En una movida inusual en el mercado de la historieta argentina, Planeta de Agostini se decidió a recopilar en su totalidad, y a lo largo de 64 entregas, la epopeya del guerrero sumerio creado en 1967 por el guionista paraguayo Robin Wood y el dibujante argentino Lucho Olivera para la editorial Columba, nunca recopilada en su completitud en la Argentina.

La edición se caracteriza por un respeto total en la reproducción del material original; así, las historias que fueron realizadas originalmente en blanco y negro se reproducen de la misma manera, y las historias originalmente en color se vuelven a editar de ese modo. De los hándicaps técnicos que sufría la edición original de Columba la presente versión sortea uno y persiste en otro: el coloreado mejora sensiblemente -como ya se vio en el tomo 25 que acompañó en su salida al tomo 2- pero el letreado (históricamente uno de los puntos de queja más frecuentes referidos a las ediciones de Columba) fue reemplazado por una tipografía Comic Sans, decisión sumamente repudiada en redes sociales por los compradores. Veremos si Planeta recoge el guante y cambia de caballo a mitad del río, dado que la colección no se halla impresa totalmente aún. La presentación general es muy buena, aunque el precio ($250, seguramente sujeto a cambio en un futuro por la inflación) por menos de 100 páginas es un tanto objetable.

Planeta elige un lema publicitario llamativo para promocionar la colección: “el personaje más popular de la historieta argentina”. No hace falta ser un comiquero recalcitrante para llamar a la mente a El Eternauta, Mafalda o Cazador, para dar contraejemplos bien disímiles, pero algo de basamento tiene la afirmación. En el imaginario colectivo, Nippur de Lagash está asociado a una época en que la historieta no competía contra otros monstruos masivos de la comunicación y el entretenimiento (televisión, videojuegos, lo que dictaba el lugar común hasta no hace tantos años; redes sociales, telefonía celular para sumarle en los años más recientes) y estimulaba el hábito de la lectura mediante ediciones (en todo sentido) accesibles en mentes jóvenes y no tanto, pero el personaje en particular guarda especiales méritos para detentar esos laureles.

Nippur es un general sumerio de la ciudad de Lagash expulsado al destierro, consecuencia de una artera invasión que realiza el rey Luggal-Zaggizi de Umma. Con un formato unitario de historias, la serie narra –en este primer tramo- la vida en los caminos del exiliado, en un principio junto a su amigo Ur-El; amplios caminos, por los cuales Nippur y su amigo gigante van de Grecia (donde conocen a Teseo) a Egipto (donde el sumerio conoce a su gran amor Nofretamón).

Con la facilidad de la perspectiva de ¡50! años se puede decir que la serie (válido aclarar: hasta este punto; la última entrega fue el 5º libro) sigue un esquema definido y claro: las ya mencionadas historias autoconclusivas en las cuales el sumerio va reparando injusticias de toda índole por los caminos; en su encuentro con consejeros traidores, campesinos a merced de saqueadores, justos monarcas traicionados, amantes incomprendidos, el sumerio no duda en intervenir no en búsqueda de una recompensa material sino por un “imperativo categórico” implícito de una tarea que debe hacerse. Como bien nos enseñó Jorge Rafael Lanata, en un conflicto siempre hay que ponerse del lado del más débil y este es el camino que elige indefectiblemente el Errante, respetando la dignidad de los desposeídos, incluya eso tanto a un monarca extraviado como a un barco de esclavos.

Nippur #017 Agria historia de mi esclavitud¿Cómo se lee esa construcción con el diario del lunes, año 2018? Ya en aquella época había hecho su aparición un personaje de historieta caracterizado como “posmoderno”, libertario y sin ningún código moral específico al cual atarse: hablamos del Corto Maltés, creación del mítico Hugo Pratt (por no mencionar el héroe colectivo del Eternauta frente al sumerio que casi siempre actúa solo). Universos distintos, sí, pero la construcción del carácter del sumerio (que en algún momento pasará de ser “el Errante” a ser “el Incorruptible”, por su devenir) en ningún momento se lee fechada. Como en tantos cómics de aquella época –y no tan lejos- en esta historia la mayoría de las veces la mujer cumple el doble rol de ícono de belleza a admirar y de damisela en apuros; igualmente, conforme avance la serie, tendrá su cuota de mujeres fuertes y decididas. Gran acierto en la construcción de caracterización del protagonista es la completa elusión al maniqueísmo; Nippur está convencido de que la riqueza material no dictamina la calidad de las personas, que la muerte iguala a todos y que la fortaleza física no gana el respeto de quienes nos rodean. El sumerio tiene tendencia al silencio y a emitir un juicio verbal (y acudir a la violencia física) solo después de haber pasado sus pensamientos por el tamiz de la prudencia.

Otro acierto de la labor del mítico Robin Wood es su clásica prosa florida, de alto vuelo lírico por momentos; destaca especialmente la historia “Hacia el Mar”, incluida en el tercer libro. Se ha escrito mucho sobre la desfragmentación que ha sufrido la historieta a nivel bloques de texto por lo menos desde la década del ’90 a esta parte, pero la lectura fluye grácil de todas maneras. Ya volveremos sobre esto, igualmente.

El personaje fue muy afortunado en cuanto a la materia autoral que le ha tocado, y los dibujantes que le tocaron en gracia son fiel reflejo de ello. Artistas tan disímiles como el legendario Ricardo Villagrán (para muchos el más emblemático de la serie, dibujante de indudable raigambre clásica y académica) o ilustrísimo desconocido Carlos Leopardi (dibujante agreste y de un estilo cuasi-expresionista de cuyo currículum al margen de esta serie se conoce poco), pasando por el enorme y poco reconocido (en su país de origen; su figura goza de mucho prestigio en EE UU, por ejemplo) Jorge Zaffino, en uno de sus primeros trabajos, de un marcado corte hiperrealista.

Pero quien da los disparos de inicio es, como dijimos, su co-creador, Lucho Olivera, enorme artista que sufrió cantidad de mutaciones (y evoluciones) a lo largo de su carrera. Como se volverá sobre él en lo que atañe a Gilgamesh, se puede señalar que solo a lo largo de estos cuatro libros ya editados Olivera tiene tres o cuatro estilos distintos. El primer libro es quizás el más endeble a nivel visual, con ese estilo abocetado, realizado mayormente con pluma y casi sin ningún tipo de mancha, pura línea y grafismo, que igualmente posee cierto encanto especial. Para el segundo libro el salto ya es exponencial, y el dibujante correntino empieza a plasmar sobre el papel las influencias del artista que lo marcó desde temprano: Alberto Breccia. Aquí se empieza a ver un claroscuro brutal, claro deudor del trabajo del uruguayo en la década del ‘60; manchas de pincel, húmedo y seco, mucha expresión facial enmarcada en sombras que le confiere un dramatismo e intensidad extras al guión de Wood. Otro truco de Breccia que incorpora Olivera es el del collage: recorta y pega figuras de enciclopedias (vegetación, y sobre todo fauna, de la cual muy poca es dibujada por él), pero el resultado final es decididamente más integrado y menos rupturista que las búsquedas que efectuó el uruguayo en historias como Richard Long. Para el cuarto libro se ve otra pequeña mutación más: sin dejar de lado la intensidad expresiva, el dibujo varía a un registro más sutil, parecido por momentos a Frank Frazzetta y ¡Neal Adams!, quizá producto de la utilización de plumines secos. En las historias que integran el quinto libro se ve de todo: algunas en el estilo más abocetado, otras de manchas negras y trazo grueso, e inclusive manchado y raspado de hoja en un estilo no muy distinto a lo que hacía el italiano Dino Battaglia por aquellos años.

Esa influencia capitalizada de Breccia refleja un momento muy particular de la historia del cómic argentino, en el que varios y notables autores empiezan a hacer acuse de recibo de las derivas más experimentales del que probablemente sea el mayor dibujante del noveno arte. Son los años de las notables (y tristemente desconocidas) adaptaciones de Kafka a cargo del gran Leopoldo Durañona, y en pocos años saltaría a la fama un asistente de Solano López que llevaría la contundencia del blanco y negro a niveles insospechados a nivel mundial: un tal José Muñoz, en su co-creación junto a Carlos Sampayo, Alack Sinner (1975). Esto, de todas maneras, es un pase de posta y jamás un latrocinio: en este seminal trabajo en Nippur, Olivera prefigura muchas de las más expresiones notables vanguardistas de los dibujantes de historietas argentinos. Es imposible no identificar en los crosshatchings de Olivera en las historias de sumerios lo que haría el ya mentado Zaffino en su viraje a terrenos más personales; inclusive (y esta influencia será más palpable en sus historias de Gilgamesh de los 80’s) la herrumbre salpicada que tanto caracterizó a Leonardo Manco en sus idiosincráticos trabajos de los 90’s ya es pasible de ser atisbada aquí. El claroscuro en blanco y negro es, sin dudas, identidad historietística argentina.

Nippur #033 El ciego rey del sueño

Queda por ver qué repercusión y qué sintonía con un público joven logra suscitar esta colección. Si los bloques de texto –para nada superfluos- logran imponerse por su calidad y contenido por sobre el parámetro de “agilidad” de lectura imperante; si la estética expresionista en blanco y negro de Olivera no resulta “demodé” frente al imperio del color en el comic de superhéroes por un lado, y frente al grafismo más sencillo –al menos en comparación- de las historietas argentinas por el otro; si lo que se narra reviste interés en una época que el comic argentino busca otras temáticas, y, fundamentalmente, cómo surfea la competencia económica en los kioscos frente a la amplia (y en muchos casos de calidad) oferta superheroica de Salvat, por poner un solo ejemplo.

Pioneros sobre la velocidad de la luz

Para la última Feria del Libro la editorial Doedytores de Javier Doeyo hizo una sabia jugada y cubrió un vacío importante en la edición de historieta argentina: la publicación en libro de los primeros catorce episodios de Gilgamesh, los diez primeros realizados íntegramente por Lucho Olivera, los cuatro restantes con guión de Sergio Mulko (también dibujante) y dibujos del correntino. Previamente, la misma editorial había sacado el libro “Hora Cero” (mismo equipo creativo de las últimas historias), con las historias que preceden a las incluidas en esta última edición, y posteriormente había editado “Arenas Rojas”, el libro que cierra la etapa de Gilgamesh en la década de los 70’s.

Para enero de 1970, Lucho Olivera presenta en la revista D’Artagnan de la editorial Columba un personaje de su autoría. O casi. Gilgamesh es uno de los poemas más antiguos de la historia de la humanidad, y narra la búsqueda de la inmortalidad por parte de un rey sumerio. La locación, ciertos nombres, y el tópico de la inmortalidad son los únicos puntos en común con la historia que desarrolla Olivera.

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La primera historia del volumen presenta al personaje principal, un rey, médico y sacerdote sumerio de Uruk, caracterizado como una noble figura en búsqueda constante de sabiduría, inmerso en una insatisfacción por esta misma sed de conocimiento. Por pura casualidad/causalidad Gilgamesh da con una nave alienígena de la cual emerge un extraterrestre malherido, llamado Utnaphistim, al cual Gilgamesh cura utilizando sus conocimientos en medicina. En agradecimiento, el alienígena le ofrece al sumerio un don que su raza domina: la inmortalidad. Sabiendo en carne propia del posible tedio que eso puede llegar a despertar, Utnaphistim le ofrece a Gilgamesh quitarle ese dote cuando éste se canse. El resto de este capítulo narra los avatares del inmortal por momentos claves de la historia de la humanidad hasta llegar al siglo XX, en el cual la raza humana encuentra su fin mediante un holocausto nuclear, en el año 1984, faltaba más. Siendo el último sobreviviente de la raza humana, dedica su tiempo e inteligencia a construir y encontrar los medios para poder arribar a Marte y deshacerse de su inmortalidad. Vale la pena aclarar que estas catorce páginas sirven de base para una gran cantidad de episodios en la década del ’80, cuando Olivera dibuje los guiones que escriba su viejo socio Robin Wood.

La historia da un giro a partir del segundo capítulo: en su investigación para poder viajar a Marte, Gilgamesh encuentra en Cabo Kennedy una nave espacial con bebés criogenados y una computadora de a bordo programada para llevarlos a una estrella llamada Alfa Centauro, con condiciones habitables para el desarrollo de una nueva civilización humana. En esas circunstancias el sumerio replantea su existencia tomando este descubrimiento como una señal del destino a cumplir.

Resulta imposible no hacer un paralelismo con otro personaje calvo cósmico vigente en aquellos años: el Silver Surfer, creación de Jack Kirby y Stan Lee, llevado a una serie regular con guiones de este último y dibujos de John Buscema. Donde el distanciamiento espacial del protagonista (Silver Surfer es oriundo del planeta Zenn-La) permitía en esa serie el extrañamiento y la posterior crítica a los impulsos autodestructivos de la raza humana, en Gilgamesh se da por un efecto “diacrónico”: pasan los siglos, evoluciona la técnica y el raciocinio del ser humano y también crece su pulsión autodestructiva. Comparten los personajes su tendencia al monólogo interior, la reflexión y, por qué no, al soliloquio; el Surfer tiende a un melodrama un tanto más “shakespereano”, y el sumerio posee un tono más mesurado y cerebral. Tema central (y paradójicamente quizá donde mejor se aprecie esto sea en el brillante crossover con Nippur, incluido en la serie de este: “Yo vi a Gilgamesh buscando su muerte”) es la escisión entre inmortalidad del cuerpo e inmortalidad del alma: cómo la carencia de mortalidad física anula el devenir constante de la actividad humana, dado que la muerte es el motor que nos impulsa a realizar todas nuestras actividades. No hace falta haberse devorado Ser y Tiempo y el existencialismo francés para apreciar (y aprehender) estas temáticas.

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Probablemente la idea de acción y conflicto sea una de las particularidades más grandes de la serie; para la época y para el género. Teniendo en cuenta que hablamos de una aventura de ciencia ficción, el conflicto físico es escaso y, cuando lo hay, deja consecuencias irreversibles (como en el capítulo 5, que narra un encuentro con marcianos), movida inusual para la historieta de aventuras, en la cual el status quo rara vez varía. El capítulo 6, uno de los mejores de la serie, narra el encuentro de Gilgamesh con su doble de antimateria. Al margen de la trama principal de la nueva fundación para la raza humana, el verdadero motor de la serie son las preguntas por el devenir de la raza humana. El hombre lobo del hombre, el sueño de la razón que engendra monstruos, el eterno retorno de lo mismo (ya en la creación de la nueva colonia humana) son conceptos que nominalmente puedan no serle familiares a algunos lectores del comic, pero sí sus ideas detrás.

Como muchos de los comics influenciados por el temor nuclear (Watchmen, ¿les suena?) su lectura en la actualidad (o post-caída del Muro de Berlín) resulta extraña. Convivimos con el declive, el capitalismo no cesa de incrementar su rapiña, el deterioro de la ecología es algo incorporado, pero –y pese a los esfuerzos de Trump- la posibilidad de una conflagración nuclear y su larga sombra acechando sobre nuestras cabezas no deja de parecer, pun intended, bastante marciana. Ciertos detalles (“Maomata”, el nombre de la bomba atómica que barre con la raza humana; la computadora con inteligencia propia al estilo de 2001: Odisea del espacio) se leen anacrónicos. Quizá en estos tiempos –que sí, siguen siendo posmodernos- a más de uno le resulte risible o ingenua la plegaria de un personaje –y su autor- por la búsqueda de la paz en la raza humana.

Pero es este mismo desfasaje lo que probablemente vuelva más interesante a la serie. Gilgamesh es totalmente recomendable para cualquier adulto que tenga un mínimo de suspensión del verosímil (vamos: todos ven las películas y series de Marvel, esto ya es sentido común y hegemonía) e interés por la aventura fantástica pero que no tenga ganas de, digamos, fumarse una serie regular de 100 números (y contando, claro). Si este potencial lector tiene algún tipo de inquietud respecto al mundo que lo rodea y qué posición ocupa él en este mundo, difícilmente la serie le provea de una perspectiva totalmente nueva (a menos que sea un adolescente; fue mi caso cuando leí los dos primeros capítulos de la serie, ya reeditados en otros tiempos de ajuste y neoliberalismo, temerosa simetría), pero sí va a encontrar un espacio de resonancia, y una profundidad muy por encima de dos chabones en calzones cagandose a piñas –o el slice of life indie-.

Pero nos falta el otro apartado de interés, el gráfico. La realización de Nippur y Gilgamesh son simultáneas, pero casi parecen dos dibujantes distintos; de hecho en el quinto tomo de la colección de Nippur ambos personajes se cruzan en un relato memorable, y el registro en el que es dibujado Gilgamesh dentro de la historia de Nippur es diferente al que es dibujado en su propia serie. En Gilgamesh no hay casi nada de collages, hay muchos menos espacios en blanco (y si los hay funcionan por contraste; masas plenas y cerradas de negro recortadas contra masas de blanco; heredado de Breccia, claro, es el mismo truco que Frank Miller explotaría hasta el hartazgo en Sin City) y el diseño de personajes es más “realista” en comparación con Nippur. Pese a esto último el impacto expresivo es la finalidad última: menos manchas de pincel pero más crosshatching sucio pre-Zaffino. El trabajo es mucho más parejo que en Nippur, pero también menos sorpresivo. La base de este estilo es lo que va a pulir Olivera hasta encontrar su voz definitiva en la versión de los 80’s de Gilgamesh (y otras obras como Yo, Ciborg): un sabio equilibrio de realismo y dibujo académico con composiciones de página más arriesgada y explosiones de formas representativas más irracionales.

Ojalá las ventas acompañen estas ediciones para favorecer la aparición de más recopilaciones de clásicos de Columba (¿Mark? ¿Dennis Martin? ¿Savarese? ¿Wolf?) y leyendas sin compilar de la historieta argentina. //∆z