A cuarenta años de su estreno, y mientras su director prepara la vuelta al cine con De Niro, Pacino, Joe Pesci y Harvey Keitel, recordamos The Last Waltz, uno de los más sentidos tributos que el neoyorquino le rindió al mundo del rock.

Por Matías Roveta

Una cámara desde arriba de un auto va registrando distintas situaciones en las calles suburbanas de San Francisco mientras por detrás suena un vals. Podría ser la escena de una película de gangsters y mafiosos dirigida por Martin Scorsese pero, en realidad, se trata del primer homenaje que el director le hizo a su segundo gran amor después del cine: la música. Más concretamente al rock o, hilando un poquito más fino, a los géneros de raíz norteamericanos: blues, country, rock and roll. Lo que haría varios años después con Bob Dylan (indiscutidamente uno de los grandes pilares de la cultura de Estados Unidos) en No Direction Home (2005); con los Stones en Shine a Light (2008) –nadie como ellos para reivindicar el folklore estadounidense- o con el exhaustivo recorrido sobre la historia del blues en Martin Scorsese Presents the Blues (2003), tuvo en The Last Waltz (1978) a su primer exponente: una mezcla de concert film y documental que registra el show despedida de The Band en el Winterland Ballroom de San Francisco en noviembre de 1976.

Pero, ¿The Band? ¿Una banda canadiense para hablar de la música de Estados Unidos?

“Se sentía como un pasaporte de vuelta hacia Norteamérica”, dijo el crítico Greil Marcus sobre el disco The Band (1969), en el capítulo dedicado a esa obra dentro de la saga de documentales Classic Albums. “Un álbum que finalmente combinaba todas las influencias, las influencias negras y las influencias country, y las juntaba en algo único”, según Eric Clapton en el mismo especial. A comienzos de 1967 los músicos de The Band alquilaron una casona campestre llamada Big Pink ubicada en las afueras de Nueva York cerca de donde vivía Bob Dylan, que había tenido un grave accidente de moto a la vuelta de la gira que él y el grupo canadiense habían hecho juntos el año anterior. En la superficie todo era multicolor, psicodelia y rock ácido, pero ahí estaban Dylan y The Band encerrados en el sótano de Big Pink zapando sobre la base de covers de folk y blues. Registraron horas de cinta y de esas sesiones surgieron composiciones nuevas que integraron dos obras maestras: el debut de The Band, Music From Big Pink (1968), y The Basement Tapes (1975) de Dylan, dos discos llenos de canciones que marcan el punto justo en donde los géneros tradicionales se combinan. Como dijo Greil Marcus, hablando sobre “King Harvest (Has Surely Come)”, el temazo que cierra The Band: “¿Es un blues? Hay un montón de blues ahí, pero no es un blues. ¿Es una canción country? Absolutamente no. Hay una progresión en ella que el country no tiene, pero, no obstante, el canto tiene una ansiedad, un nerviosismo y un sentido de sentirse solo que es puro country. ¿Es rock and roll? ¡Claro que es rock and roll! Y vos podés seguir a partir de ahí, pero lo que realmente no querés hacer con esa canción es separarla en sus elementos constitutivos (…), querés simplemente perderte en ella”.

“Queríamos que fuera más que un concierto, queríamos que fuera una celebración”, le dice el guitarrista Robbie Robertson a Scorsese (una de las particularidades de la película es que el propio Marty hace las entrevistas que se intercalan entre las canciones en vivo) sobre el show en el Winterland con el que The Band se despidió luego de “dieciséis años en la ruta” (más tarde, en los ‘80 y ‘90 protagonizarían sucesivas vueltas, pero eso es otra historia).

vals

Habían arrancado a principios de los ‘60 como The Hawks, la backing band del cantante rockabilly Ronnie Hawkins: él es el primer invitado de la noche para una versión electrizante de “Who Do You Love?” de Bo Diddley. Y hay más: Dr. John los acompaña en piano y voz en “Such a Night”, Neil Diamond le pone su tremenda voz aguardentosa a “Dry Your Eyes”, Van Morrison imanta a todos con sus gritos en “Caravan”, Paul Butterfield toca la armónica y canta en “Mystery Train”, los Staple Singers aportan coros y armonías vocales en “The Weight” y Eric Clapton dispara un solo virtuoso al final de “Further on Up the Road”. Pero lo mejor lo protagoniza Neil Young con la belleza melancólica del clásico de Crosby, Stills, Nash and Young “Helpless” (con la emocionante fragilidad de los coros de Joni Mitchell, quien después sube para cantar y enamorar con “Coyote”), y Muddy Waters con una demoledora versión de “Mannish Boy” que anticipa el efecto de su futuro gran disco Hard Again (1977) con Johnny Winter: la leyenda negra del blues redescubriendo sus clásicos secundado por la potencia de una banda blanca.

Y, por supuesto, hay momentos altísimos cuando los músicos de The Band quedan solos arriba del escenario y regalan versiones excelentes de, por ejemplo, “Up on Cripple Creek”, “The Night They Drove Old Dixie Down”, “It Makes No Difference”, “Don’t Do It” o “The Shape I’m In”: allí es cuando los roles en el grupo se observan con claridad y entonces reluce la guitarra pasional de Robbie Robertson, el empuje de la batería de Levon Helm y su voz sureña, el virtuosismo detrás de los teclados, saxos o acordeones de Garth Hudson, las líneas de bajo de Rick Danko y su canto sentido, y el dolor contenido en la hipnótica voz del pianista Richard Manuel.

El final es una maravilla. Una cámara desciende lentamente y aparece en escena Bob Dylan con un gorro blanco, campera de cuero negra y una Fender Stratocaster con la que toca un arpegio que desemboca en “Forever Young”, su himno inmortal de Planet Waves (discazo de 1974 que marcó la última colaboración entre él y The Band). Siguen “Baby, Let Me Follow You Down” y “I Shall Be Released”, con Dylan en voz y guitarra, pero con el escenario superpoblado con todos los invitados de la noche (que incluyen, además, a Ron Wood y Ringo Starr). “Unos amigos nos ayudaron a poner el broche de oro”, le dice Robertson a Scorsese sobre todas las estrellas que destilan su talento a lo largo de The Last Waltz. “No son solo amigos, son algo más que eso”, replica el director. Robertson piensa, coincide con esa mirada y resume: “Son más que amigos, son probablemente las influencias más importantes en la música de toda una generación”. //∆z