A Letter From Home
es el disco-experimento que Jack White propuso, Neil Young ejecutó y acaba de ver la luz. El resultado es un desacierto que dispara un recorrido por algunos de los conceptos que la música hoy sobrentiende como positivos.

Por Sergio Massarotto

Hay un episodio de Los Simpsons en el que Homero, bajo el seudónimo de Coronel Homer, produce artísticamente a Lurleen Lumpkin, cantante de “música campirana” y camarera en un bar de vaqueros. En una máquina semejante a una cabina telefónica de locutorio, Lurleen graba su primer disco para el Coronel y después terminan enredados en una buena historia de amor y celos. En A Letter From Home (Third Man Records, 2014) Jack White, tomando el lugar del coronel, utiliza un procedimiento similar para producir el último trabajo del viejo Neil Young. Consiguió una Voice-O-Graph, una cabina de la década del ‘40 que cuenta con un sistema de grabación mecánico y que fue aprovechado, en su tiempo, por familiares de los soldados para registrar mensajes que eran enviados al frente de batalla en discos económicos. Una máquina con toda esa carga de sentido y potencial no podía pasar desapercibida para el guitarrista pálido de Nashville, hombre que tiene una manera particular, desafiante, de entender la cadencia y los ciclos del tiempo. El paso siguiente fue convocar a una de las cabezas del monte Rushmore rocker, Neil Young, y meterlo a grabar ahí adentro, extremando el actual arrojo por lo low-fi. Hasta este punto llega el riesgo y los aplausos que pueda recibir la obra por parte de dilettantes del arte contemporáneo, donde las formas y los procedimientos por sí solos suman puntos adornianos para canjear. Pese a tal andamiaje sucede que este trabajo se vuelve, por momentos -varios, muchos, demasiados-, prácticamente inescuchable, y esta cesura o la necesidad de esfuerzo importante por parte del oyente empieza a perder su gracia al constatar que lo que intentamos apreciar son versiones de grandes canciones folk.

En concreto, lo que tenemos es a Neil Young haciendo covers en una calidad inferior a la de un grabador de voz de un celular de precio mediano. Claro que el medio es el mensaje y se puede argumentar a partir de ahí un intento del rock por ingresar a la galería del Gran Arte saludando con elegancia a través del énfasis en los procedimientos técnicos señalados. No está de más sumar a lo anterior el gesto de colocar a un artista en una línea temporal previa a la propia vivida, enviando una carta nostálgica al pasado y dibujando una elipsis temporal que choca o desafía las concepciones más recto-temporales del pop. También es posible traer al auxilio de una argumentación tal la cesura obligada en la escucha, el esfuerzo, y ese ruido silencioso coagulado, como aceptación/reacción al fluir no euclideano del siglo XXI y los tiempos simultáneos y multidimensionales de las redes sociales. Y por supuesto, ni hablar del aura contenido en el packaging, el book gigante que debe acompañar el vinilo. Cuando se reconstruye la escucha con todos esos elementos en mente el disco cobra un nuevo sentido, se ven los orificios a través de los que se cuela aquello que White quiere decir mediado por Neil Young y el Voice-O-Graph. Pero el efecto dura solo un rato, la idea sana de que sigue siendo un disco de covers, de grandes canciones  que suenan mal, martillea y termina por doblar las resistencias de la escucha más leída.

Ahí es que aparece y se entiende la magnitud de las conferencias que Jack y Neil están brindando en los shows de medianoche de Estados Unidos explicando la obra, la significación de esas canciones en la vida del canadiense (¿es original? ¿hay algún disco de covers del mainstream que esquive este criterio?) y exhibiendo su fetiche: una cabina “que graba”. La que importa entonces es ella, como dice otro capítulo de Los Simpsons, “esa inerte barra de carbón”; el disco es solo una excusa reforzada por un único argumento musical,  el viejo y cobarde principio de autoridad: quien canta es un prócer interpretando a otros no menos próceres. Distinto hubiese sido quizás si las obras fuesen de la propia autoría del músico canadiense; al menos la atención se correría hacia las nuevas canciones. Habría que ver si ese escenario resiste un poco más la tensión con el formato sonoro bootleg que composiciones de Dylan, Willie Nelson, Bruce Springteen, etc. de las cuales ya la historia ha dado su veredicto positivo. Lo que sí se sustrae a cualquiera de las dos posibilidades es la oportunidad de discutir la música y el imaginario folk. Y la selección que hizo Neil Young, una apuesta concisa por la melancolía, la nostalgia y la pérdida, no solo habilita sino que hace más necesaria la discusión sobre el género.

Hace un año y medio los Coen vieron la veta y sacaron su Inside Llewyn Davis, una especie de Peter Capusotto del folk. Ahí desnudan algunas miserias de un género que confió con nobleza sus escudos en la nostalgia y la melancolía pero que también vio el truco, la manera de reproducir el negocio. Técnicamente, el abuso del procedimiento que consiste en colocar ciertos acordes menores para acompañar finales de melodías dulces y versos acerca del viento, el camino gris, el frío estilando los huesos, las hojas que van cayendo como lágrimas, etc., etc. Ahí están, en “Letter From Home”, las canciones “Changes”, “Needle Of Death”, “I Wonder If I Care as Much” y otras que muestran historias de hombres abandonados, mojados por la lluvia, nostálgicos de un pasado ideal e incapaces de estar un solo día sin llorar o quebrarse por dentro. Todas juntas empalagan.

Buscando distanciarse de un mundo al que visualiza como duro, áspero y carente de sensibilidad, buena parte del folk se refugió en exceso en la repetición sin ironía ni talento del culto otoñal al momento triste que deja el sedimento de la experiencia humana. Pero son muchas las veces que se esconde atrás de esto una prefabricación intencional del escenario donde ya no importa el recorrido de un hombre sino solo el efecto de poder conmover, tirar un golpe bajo y eficiente. También es el caso de los artistas folk argentinos actuales; quienes encuentran la veta en citas a Juan L. Ortiz, el cultivo de los puntos suspensivos y la devoción –sin mojarse los pies, obvio, peor que los americanos, sin escuchar a Neil Young ni manejar camiones, ya sin el fluir de una experiencia- a un río Paraná idealizado para favorecer la autocompasión lacrimosa. Pese a ellos y sus intenciones, son el reverso dialéctico y complaciente de esa dureza, tal vez real, que perciben en el exterior; la opción no solo por el miedo sino por lo espurio, la fotografía chic ypasiva de la tristeza que coquetea con el engaño, el reverso llorón y no menos frívolo –aunque se confíe a sí mismo como crítico– de la estética huaynotropical.

Hay una escena del film de los Coen que capta el sentido: el personaje principal –Llewyn- ejecuta su mejor composición ante un productor importante al que quiere convencer. Los colores dulces de la voz, las imágenes, están bien disparadas y quien canta es consciente de eso. En el momento de mayor emotividad tal autoconciencia lo lleva a mirar a los ojos del productor, arquear las cejas y después cerrar los párpados para terminar la canción confiado en la victoria de su interpretación. Toda la fuerza irónica del problema estalla, sin embargo, ante el “me parece que no” que el productor devuelve a Llewyn Davis. Esa es la frase que hay que discutir y poner frente a los intentos, como el que llevaron adelante Jack White y Neil Young, de seducir mediante artilugios pseudo románticos.

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