El Noiseground Festival tuvo su noche de estreno el viernes pasado en Grow. Dragonauta, Poseidótica y los uruguayos Motosierra, los más destacados.

Por Gabriel Feldman

Foto por Jesica Alegria

El viernes llevó a Flores el ejército de camisas de leñador, remeras negras, truck-caps y tatuajes old-school, tipos pesados de barbas largas y mujeres voluptuosas con calzas ajustadas. Esa postal que quizás puede ser más común un jueves en Uniclub, la cueva de once, o en el palermitano The Roxy, se congregó en Grow desde las 20, con la única razón de romperse la cabeza en el Festival Noiseground: una maratón de riff densos y canciones sobre la desolación, la muerte y la destrucción.

Once bandas pasaron por un único escenario. Sí, ¡Once! Por momentos uno podía ver las caras de cansancio y percibir que se estaba haciendo un poco largo el asunto. Tantas bandas, en un mismo escenario, pueden convertirse en algo eterno hasta para el más fanático. Pero más allá de eso, muchas son las cosas positivas que quedan después de una propuesta más que interesante que se extendió hasta la mañana del sábado.

Lo cierto es que hay una movida que se viene gestando hace un tiempo, y este tipo de eventos ratifica la buena salud de lo que alguna vez se definió como “stoner” pero que escapa a los sonidos netamente del desierto. Porque en su momento fue “stoner”, después “sludge”, pero no hay necesariamente una etiqueta –si es que hace falta rotular– para englobar a todas estas bandas. Más pesado que el rock y no tan ortodoxo para ser heavy-metal, quedan en un limbo, se reúnen y hay un público común que quiere escuchar esa propuesta distinta.

¿Qué dejó el Nosiseground entonces? A Altar y Cabrocordero en presentaciones un tanto breves pero dejando en claro que son dos bandas nuevas que hay que seguirlas de cerca; la potencia de The Killing, con las voces guturales de Cristian Rodríguez y la vulgar demostración de poder que es la viola de Sebastián Barrionuevo; a un Buffalo renovado –a Claudio “El Pastor” Filadoro (guitarra y voz) y Leandro Salillas (batería) se les sumó Sebastián Cyto en bajo– con nuevo disco, Los días Lentos, en un set contundente que pasó rápido con mayoría de novedades (futuros clásicos como “Trópico”, “Sabía que iba a morir” y “Sangre de Lobo”) y  a Sick Porky, con más de diez años sacudiendo escenarios, también con una nueva formación, convertido en una pequeña orquesta al estilo Maiden (tres guitarras y un front-man incansable) y consolidados como una de las mejores propuestas hoy día. Carlos Villafañe es sin lugar a dudas uno de los mejores cantantes que se pueden encontrar en los recovecos oscuros de la ciudad.

Pero lo sobresaliente estuvo en la madrugada del sábado. Así, mientras en Grow se colaban algunas gotas del temporal de la ciudad, los sobrevivientes de la noche disfrutaron de una nueva presentación de Motosierra en nuestro país, esta vez en un escenario grande y con un sonido acorde, y los posteriores pasos de Dragonauta y Poseidótica. Porque como sabemos, ni bien Motosierra empieza a sonar, quedarse quieto es imposible. Fiesta garantizada.

Los fanáticos familiarizados con las canciones de los uruguayos agitaron en un pogo escuálido mientras Marcos Fernández, el engendro desinhibido que pone la voz, se acercó hasta la valla para cantar con ellos “Life in hell”. Iba y venía. Subía y bajaba del escenario. Una iguana movediza de look ramonero que no vaciló en tirarse toda una birra encima ni bien agarró una latita. Pero nada del circo importa tanto cuando suena “Somebody to fuck” o “Son of a bitch”, y en la madrugada la gente continuaba el festejo. Si uno se acercaba al escenario y se ponía de costado, podía ver a Ariel Solito tras bambalinas calentando sus muñecas para la presentación de Dragonauta, que estaba al venir. Y mientras el baterista preparaba manos y dedos, la cerveza continuaba bajando (en las gargantas y en los cuerpos), los diez temas pasaron y de nuevo la espera hasta que el terciopelo rojo se vuelva a correr. El Dj Astilla nos deleitó con Anthrax para amenizar la espera.

3.40 a.m. Era el turno entonces de Dragonauta y de la ovación de un público que está acostumbrado a esperar a su banda favorita en las madrugadas de las Misas Negras se que llevan a cabo en Uniclub. Rock pesado y valvular. Imposible no sucumbir ante la avalancha sonora que es Drago, los padres del doom argento. Creatruenos, el sucesor de La Cruz Invertida, todavía no está editado, pero los que siguen la banda conocen cada una de las canciones, incluso las nuevas: “Frozen Neptunian” y “The Talking Snake”. Así, mientras las cabezas se movían a más no poder y las manos hacían la señal de los cuernos que Dio(s) nos legó, vitoreaban cada uno de los riff que se intercambiaban Alejandro Gómez y Daniel Libedinsky. In Doom we trust, y cómo no hacerlo después de  “God Half Blind”,”Montañas de Sangre” y “Muerte y Destrucción”…

Para el final, la esperada presentación de Poseidótica. El singular cuarteto se convirtió por una noche en un trío demoledor y altamente sincronizado mientras Hernán Miceli (guitarra) disfruta de su luna de miel. “Aguante el power-trío”, les gritó uno desde la valla antes de que “La resistencia” arranque la ceremonia y los ojos de los sobrevivientes se cerraran para conectarse con la propuesta instrumental de esta máquina. Por un momento Martín Rodríguez, bajista y el único que media palabra con el público, cortó el trance para felicitar a los que se quedaron hasta el final, y el viaje continuó mientras las pantallas proyectaban las imágenes caleidoscópicas y surrealistas a las que nos tienen acostumbrados.

Imposible bajarse una vez que el trip empieza. Y entonces suenan “Las Cuatro Estaciones”, “Sueño Narcótico” y “Dimensión Vulcano”, una de cada uno de los mundos paralelos que crearon en estos diez años: Intramundo, La distancia y Crónicas del futuro, respectivamente. La mañana ya nos amenazaba, pero el transe no podía ceder con “Mantra” de fondo. “¿Cuál querés?”, le preguntó Rodríguez a Walter Broide que lo miraba desde su batería. Broide improvisa la cuenta y a la carga nuevamente: “Elevación” y “Los Extraños” sellaron el final y los aún presentes de a poco dejaron el lugar abriéndose el paso por el cementerio de latas de Quilmes y botellas de Stella Artois.

La maratón terminó entre los climas místicos que propuso el ocasional trío y la lluvia aguardaba impune tras la puerta.  Hay vida en las entrañas de la ciudad: ¿Escena? ¿Circuito? ¿Movida? El tiempo lo dirá, pero las bandas están y hay oídos ansiosos que quieren escuchar. Y eso es más importante que cualquier rótulo.