El azote, la décima película de José Celestino Campusano, es un relato escabroso y violento sobre los márgenes de Bariloche.        

Por Ignacio Barragán

La última obra de Campusano se puede definir por aquello que suele decir Carlos Busqued con respecto a su novela Bajo este sol tremendo, esa idea de que “la tensión está en los bordes”. El azote (2018) está filmada en los barrios humildes que rodean Bariloche, una ciudad que además se encuentra casi en la frontera de Argentina y Chile. Los personajes, entonces, son doblemente desplazados: primero del centro neurálgico de Buenos Aires y después de la mismísima ciudad patagónica. Tanto en el Chaco profundo de Busqued como en el Rio Negro marginal de Campusano los límites morales están difusos y lo único que está claro es su carácter violento.

A Carlos (Kiran Sharbis) le dicen “el murciélago”, por sus épocas en el heavy metal, y trabaja de asistente social en un centro dedicado a problemas en la adolescencia. En su lugar de trabajo hay decenas de jóvenes que están contenidos en la institución, a donde van a parar antes de terminar en un reformatorio. Los chicos le cuentan a Carlos lo que viven a diario: la droga, la panza vacía, el incesto y también el abuso sexual. La desesperación es el elemento principal del filme porque no hay salida de esa situación marginal en la que se encuentran: por más que Carlos, los asistentes sociales y todo un aparto estatal se empeñe en ayudar al necesitado, siempre hay algo que sale mal.

Esta especie de destino trágico se puede graficar mediante dos escenas que forman una parábola. La primera y la más potente es cuando uno de los chicos se abre ante Carlos y le explica el objetivo que tienen él y sus amigos: “juntar la mayor cantidad de porquería posible y de ahí encerrarnos en un cuarto o en un auto a tomar durante días.” Esta imagen, que también podemos encontrar repetida en Elefante Blanco (2012), de Pablo Trapero, ilustra la obsesión de ciertos personajes por evadir una realidad que les es sumamente dolorosa. El problema es que el ciclo autodestructivo parece no cerrarse. En una segunda escena, Carlos se encuentra con otro pibe que pudo salir de la institución, pero no de la droga. “Vos me prometiste que te ibas a tomar un trago conmigo cuando saliera”, le dice una versión más arruinada del chico anterior. “Tomá tranquilo que no tiene pastilla ni nada”. La droga y los sectores vulnerables parecen, entonces, mundos siempre endogámicos.

La filmografía de José Campusano esta en la línea de dos películas que tratan la marginalidad en zonas geográficas alejadas. La más icónica es Gummo (1997), de Harmony Korine, pero también tenemos su copia argentina y devaluada que es Glue (2006), de Alexis Dos Santos. Lo remarcable de Campusano, y lo que lo acerca a los inicios de Korine, es que ambos directores no utilizan actores sino gente de la localidad en la que filman, un aspecto que no existe en la película de Dos Santos. La desprolijidad (si se le puede llamar de alguna manera) de las actuaciones en los filmes de Campusano son el aspecto más bello de su obra. El director quilmeño tiene la costumbre de elegir personas que hayan atravesado personalmente los roles que luego representan, por lo tanto no suele haber actores profesionales y uno, incluso, se llega a preguntar -con respecto a algunos largometrajes como Vikingo (2009) o Fango (2012)- si los personajes están actuando o interpretándose a ellos mismos.

Otro aspecto interesante de su obra es que se lo puede encuadrar en las mismas categorías en las que Beatriz Sarlo ubica a Juan José Saer. Es decir, Campusano es un director regional que no es regionalista: no pinta al sur de una forma idílica ni costumbrista sino tal cual es, y es tan alto el afán de verosimilitud en sus películas que la decisión de usar solo actores de la región en la que se trabaja es fundamental para su objetivo. La zona de acción es el sur, pero es solo eso, una zona, una región difusa donde los límites no están marcados y pueden desplazarse.

Cabe agregar que, en tiempos de crisis cinematográfica y económica, El azote, que ganó como mejor largometraje en el Festival de Mar del Plata del 2017, es un bálsamo de crítica social en el medio del desierto. Una obra con tanta sangre en las venas que merece que, entre aquellos que puedan llegar a conmoverse con tanto dolor sin sentido, esté algún funcionario actual. //∆z