Alice In Chains tocó por primera vez en Argentina ante un Luna Park repleto y demostró la vigencia de sus himnos grunge.

Por Matías Roveta

Guitarras bien distorsionadas y la escuela Page-Iommi con un toque de Hendrix y mucho wah-wah; cantantes con registros vocales superpoderosos, camisas leñadoras y pelo largo, espíritu punk independiente y el valor de la amistad en una banda de rock. Ahí, algunos de los rasgos principales del grunge, la última y verdadera gran revolución de guitarras que vivió el rock a principios de los ’90. Pero había más: lo que la generación grunge tenía para gritarle al mundo era, sobre todo, un caudal de furia contenida por considerarse parte de un sector social -Generación X, o como sea- al que la economía neoliberal había ido relegando durante años. La falta de posibilidades económicas e, incluso, los duros climas de lugares como Seattle o Aberdeen tiñeron, además, a la música con una cuota de depresión y angustia en el contexto de pasionales riffs de guitarras. Los principales exponentes de esa movida, que ya tiene más de veinte años, ya visitaron el país en alguna oportunidad: Nirvana, primero; Pearl Jam, Stone Temple Pilots y Smashing Pumpkins, más de una vez. Ayer, el público que llenó el Luna Park se dio el gusto de pegar una figurita difícil en ese álbum: Alice in Chains.

El caso de Alice in Chains tal vez sea el de una banda única en su especie: fundamentales para el grunge por su obra maestra Dirt (1992), pero al mismo tiempo capaces de linkear las melodías noventosas con el heavy metal de raíz en el debut Facelift (1990) y de dialogar con el stoner rock y el sludge en Alice in Chains (1995); siempre proclives a fusionar achaques de distorsión junto a guitarras acústicas –Sap (1992) y Jar of Flies (1994)- y decididos a eliminar la figura de frontman al introducir las características armonías vocales de Layne Staley y Jerry Cantrell como rasgo distintivo. En esa originalidad como banda radica buena parte del éxito de Alice in Chains, grupo que detenta un sonido propio que ha perdurado en el tiempo: tras la muerte en 2002 del vocalista principal, Layne Staley, la banda supo reformularse con el ingreso de William DuVall y editar dos discos muy buenos: Black Gives Way to Blue (2009) y el reciente The Devil Put Dinosaurs Here están atravesados por ese irresistible rock mid tempo, denso, oscuro y con agónicas melodías a dos voces.

El arranque fue demoledor: la dupla asesina de “Them Bones” y “Dam That River” sonó pesadísima y calcó la apertura de Dirt, en un emotivo viaje directo hacia 1992. La viola de Cantrell –una de las mejores de su generación- en un primer plano y la banda sonando muy ajustada: hay que decirlo, esta vez no se le puede cuestionar nada al Luna Park y su consabida mala acústica. Siguieron las nuevas “Hollow” y “Check my Brain”, y enseguida pegaron fuerte de nuevo con otro clásico: “Again”, del gran disco Alice in Chains (1995). A esa altura ya estaba clara la dinámica del show: mechar un par de clásicos con alguna canción de su catálogo más reciente sin perder nunca consistencia, lo que también marca, en parte, la excelente actualidad musical de la banda a partir de Black Gives Way to Blue y, sobre todo, The Devil Put Dinosaurs Here.

El primer gran cimbronazo llegó con “Man in the Box” y su riff macizo que hizo saltar a todo el estadio: Cantrell se lució con el talk box de su guitarra y en las pantallas las imágenes de un preso encerrado en una celda cuadrada y diminuta sirvieron de metáfora para la letra de un himno que denuncia al poder del televisor como promotor de la cultura de tacho de basura. William DuVall pegó cada una de las notas sobrehumanas del estribillo que solía cantar Layne Staley y, entonces, se ganó merecidamente al público: la huella de Layne es imborrable, se sabe, pero bueno es detenerse a apreciar las cualidades de este nuevo cantante que tiene lo suyo para ofrecer. Después, una perlita como “Got Me Wrong”, con Cantrell en voz principal y DuVall tocando los punteos de guitarra, una pasadita por la oscura vertiente progresiva de “Phantom Limb” y el riff arrastrado de “Stone” para llegar a “No Excuses”, donde las armonías vocales de Cantrell y DuVall brillaron en su máxima expresión y Sean Kinney la rompió repiqueteando sobre los toms de su batería.

Lo mejor de la noche fue “Nutshell”, esa balada elegíaca que el genio torturado Layne Staley firmó como carta de despedida anticipada en 1994: “Si no puedo ser yo mismo, me voy a sentir mejor estando muerto”, dice la letra y es difícil no emocionarse. Todos en el Luna entienden de qué va la cosa: un sentido homenaje implícito a Staley y Mike Starr –el bajista original fallecido en 2011, remplazado desde 1993 por el actual Mike Inez-, dos de las muchas víctimas dentro de una generación en donde la heroína hizo estragos. Cantrell se muestra emocionado él mismo y toca un sensacional solo para rematar la canción. Momento hermoso. Antes había pasado “It Ain’t Like That” y luego llegaron “God Am” y “Junkhead”. El final estaba cerca y, luego de una brevísima pausa, los bises: imposible resistir el semejante embate de “Down in a Hole”, “Would?” y “Rooster”, tres clásicos de Dirt para terminar como se empezó y redondear un debut soñado de Alice in Chains en Argentina. A la salida, sobre Bouchard, alguien gritó de emoción y dijo que ahora solo falta Soundgarden.

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