¿Qué ideas se te cruzan por la cabeza cuando estás nadando? En esta nueva columna vamos a tratar de desentrañarlo. 

Por Juana Giaimo
Foto de Gabriel Rossi

Los cachetes rojos y la respiración agitada siempre acusan a los principiantes en natación. Incluso los que vienen con buen estado físico, hacen dos piletas y parece que estuvieron a punto de morir hundidos en el fondo. Es evidente que la pasan mal. Lleva semanas hasta que la respiración se empieza a acostumbrar a ese límite físico que es el agua, un límite que el cuerpo no puede engañar. Solo queda acoplarse a ella y aceptar su mandato. 

Cuando la gente me pregunta qué cambios noto desde que empecé natación, siempre respondo que mi capacidad pulmonar tiene más resistencia. Veo un poco de decepción en sus caras porque sé que esperan que les conteste que estoy más flaca o que mis músculos están más tonificados. Pero en natación, aprender a respirar es algo que se festeja. Hace varios años, hacía yoga como tres veces por semana. No importaba cuánto me esforzaba, me frustraba porque no lograba esa respiración consciente que atraviesa esa práctica. Supongo que las frases hechas son verdad: una no sé da cuenta de las cosas hasta que nos faltan.

Ph. Gabriel Rossi

A veces me parece que los estilos de natación son movimientos que permiten estar en sintonía con el agua y el aire a la vez. El estilo elegido marca el ritmo de la respiración. Mi preferido es crol, bien clásico. Es el que elijo para ablandar y terminar la clase tranquila. La brazada es una rueda mecánica y solo cuando uno de los brazos está en lo alto, la cabeza puede girar y apoyarse de perfil sobre el agua para tomar aire hasta que el brazo baja y sigue su rueda. Mientras tanto, el otro brazo se estira hacia adelante para que el cuerpo no pierda el equilibrio y las piernas patalean constantemente para mantenerlo en la superficie. En esa estructura tan cerrada, nuestra decisión es cuándo salir a respirar: dos brazadas es lo tradicional; tres, si estás con ganas de entrenar tu lado no hábil; cuatro, capaz, en una carrera a velocidad para gastar menos tiempo; cinco, ya es un despropósito.

No es que abajo del agua la respiración frene. Una de las cosas que más disfruto es dejar que el aire salga, que las burbujas choquen contra el movimiento del agua que yo misma causo. Cuando practicamos solo patada y, por lo tanto, la brazada no está presente para marcarme el momento de respiración, hay días que siento que realmente podría seguir sin sacar la cabeza. Suelto todo el aire que tengo y sé que no puedo inhalar, pero, por unos segundos, me engaño a mí misma y pienso que podría no necesitar respirar. Espalda es el único estilo que se mueve por otros parámetros y por ahí por eso mismo últimamente me resulta incómodo.

En las competencias, quedás descalificado si te parás sobre el piso de la pileta. En distancias cortas y para alguien como yo que no es profesional, eso no significa mucho, pero, una vez, la profesora nos hizo nadar media hora seguido, del estilo que querramos a la velocidad que querramos. No conté cuántos metros hice, fueron suficientes como para sentir que ya me estaba acostumbrando a flotar en posición horizontal. Casi había algo liberador en esa rueda de la brazada y en esa sucesión de ciclos de respiración. A veces me imagino que nadar debe ser lo más parecido a volar porque supongo que los pájaros sienten la textura y densidad del aire a medida que avanzan de la misma forma que yo siento la del agua en cada brazada y patada.

Pensé en hacer un escrito metafórico para hablar de cómo los estilos de nado equivalen a la rutina que perdimos con la cuarentena estructuras que permiten nuestro movimiento en un espacio vasto. Pero, honestamente, es tan obvio que desistí. Además, no me identifico con esa metáfora porque no hay nada más artificial que una pileta de natación: olor a cloro en exceso, calefacción tan agobiante que en pleno invierno los profesores y el guardavidas están en short y musculosa, nosotros con antiparras y gorra de baño como si fuéramos marcianos, el agua completamente estática y contenida en cuatro paredes, en donde el único sentido de ir a un lado es volver al otro.

Una compañera me dijo que le sorprendía cómo yo iba y venía casi sin descansar. Ella nos contó que durante mucho tiempo le tuvo miedo. En su viaje de egresados, no se animó a hacer una actividad en una pileta y ese día se dijo que tenía que enfrentarlo. A diferencia del mar, nunca me dio miedo una pileta e incluso me atrajo desde chica. Hay una filmación de unas vacaciones familiares, cuando yo tenía tres años, en la que se me ve saltando a la pileta totalmente despreocupada. En esa época, mis hermanas y yo jugábamos al Snowboard Kids en la Nintendo 64. Mi personaje preferido era Slash, que tenía todos los pelos parados al estilo punk, así que yo me peinaba como él y me tiraba a la pileta como si estuviera haciendo una pirueta de snowboard. Claro, mi mamá y mi papá estaban ahí para agarrarme, pero en la inconsciencia de la infancia, yo ni los registraba y realmente creía que podía sobrevivir en el agua sin saber nadar.

En estos días de cuarentena sin pileta, escucho mucho a Paramore, en especial su disco After Laughter, el que mejor representa a mi generación gracias a la ironía que se genera a partir del contraste entre la música alegre y ochentosa y las letras crudas de Hayley Williams sobre estar deprimida y no saber qué hacer con la vida. En ese disco, hay una canción que se llama “Pool”. La letra es sobre una relación que causa dolor, pero en la que se sigue apostando solamente para volver a hundirse o darse contra el cemento. Empieza con unos teclados delicados, que se asemejan a gotas, hasta que entra la guitarra y esas gotas se difuminan, todo se vuelve agua turbia como la relación que describe la letra. En su nuevo disco solista, Hayley Williams cierra con “Crystal Clear” en donde retoma la metáfora del agua. Ahora es translúcida incluso en lo más profundo. La música es relajada y nítida, su voz se sumerge, flota en el sonido con comodidad, lo disfruta y repite: “Yo no me voy a entregar al miedo”.

En una de las últimas clases antes de la cuarentena, practicamos tirarnos de cabeza. Desde la plataforma de salida, la pileta parece todavía más profunda. Justo antes de saltar, sentí un instante de duda: ¿Qué pasa si voy demasiado profundo? Apenas mi cuerpo chocó contra el agua, los ruidos del afuera se apagaron y las antiparras se me salieron con el impacto, como suele suceder cada vez que me olvido de ajustarlas. La vista me quedó borrosa, pero seguí con el plan: seguir el impulso de la caída, ondear todo el cuerpo y deslizarme con el agua hasta salir a flote e inhalar. //∆z