Compartimos un cuento de Vírgenes infinitas (2018), de Diego Puig editado por Mulita. 

Ilustración de Martina Mounier

Te subiste al auto con los anteojos de sol puestos. El auto estaba en marcha, calentándose, y yo envolví a Liniers en una frazada, esas Palettes a cuadros que heredamos de mi madre. El perro apenas podía moverse, la cadera tibia, líquida, cayéndose como la cola de una novia. Suspiraste. El cuarto suspiro desde que nos despertamos en la casa cómoda, aunque ahora desde que Liniers está enfermo está un poco desordenada, como una tienda de campaña, y la luz cálida del living dice “invierno”, pero nuestro hogar no es nada frío. Ni las sábanas, que alguna vez lo fueron y que nunca abandonan la posibilidad de volver a serlo. Todavía hay tierra en tus uñas. Quiero hacerte un regalo. Hacer algo por vos. Se me ocurren pocas cosas, cosas que no tenés, cosas que te vendrían bien. Paré en la banquina a darte un beso mientras Liniers lloraba, y a él también lo besamos, y yo mojé mis labios en la única lágrima redonda, perfecta, que había en tu cara. Íbamos al cumpleaños de mi abuela.

El sol calentaba poco, como calienta siempre en mayo, y la casa en la que crecí se veía tan linda con la hilera larga de jacarandáes en su vereda ancha y larga, por donde cuando era chico paseaba a Agustín, que aún era bebé, en su coche, haciéndolo dormir, y jugaba a ser su padre.

Día de cumpleaños en la casa. Liniers está con nosotros porque le gustan el jardín y el sol, y porque no podía quedarse solo. Por primera vez expresamente te invitaron. Mi madre se refirió a vos como “mi amigo” y mi silencio largo, malhumorado, después de decirle que no eras mi amigo, hizo que a la siguiente oportunidad dijera tu nombre. Llegamos entre hermanos y primos, sobrinos y amigos, padres e hijos. Lazos que perduran. Mientras traían las ensaladas, te enredaste en mi familia y te observé desde lejos para no sobreprotegerte. Los más chiquitos se revolcaron en el pasto con Liniers, y vos un poco también. Saludaste a solas, en el camino de lajas, a mi abuela. Alguna vez te dije que te quería como a mí me lo dice ella: tanto, tanto.

Risas, tías rubias teñidas llevando con orgullo sus cirugías plásticas y foulards de colores metalizados. Joyas extragrandes y maridos catando vino apaciblemente. Los adolescentes iban y volvían de comprar hielo y helado y de retirar la torta, porque en los cumpleaños aprovechan para ejercitarse en el arte de manejar y de estacionar. Y traen y llevan novias y novios, hermanos y amigos. Y vos estabas ahí y yo estaba ahí, casi adolescentes. Riéndonos, acercando cajones de cerveza para el asador, que no toma vino. No toma vino el asador. Mis hermanas se quejaron de que el novio más lindo lo tuviera yo. Y te encerraron un rato en la cocina, quién sabe qué te preguntaron. Qué te hicieron prometer. Mi abuela cruzaba el camino de lajas de la cocina al quincho, moviendo su falda asida por los costados, agitándola mientras sus nietos la celebraban. Mi padre te estrechó la mano. Me di cuenta cuando ya estaban apretadas. Hice una mueca para disimular. Él siempre llega tarde. Pero sigue llegando a todo. En cambio la neurosis de mi madre hace que viva un tiempo más adelante que el resto.

—¿Ya decidieron si van a adoptar?

Ella sabe, sabe muchas, demasiadas cosas. Aunque yo no le cuente nada. Siento el impacto, la proximidad, su angustia y la mía, casi una misma angustia.

“¿Ya probaste por el culo?”. Lo pienso, pero no se lo digo. Me alejo, me sigue.

—Es muy buen mozo. Y parece que te quiere.

Unas zambas empezaron a sonar mientras comíamos empanadas jugosas, que salpican las remeras blancas de los que no saben comer. Te quemaste la lengua y, en un descuido, la mía la acarició; si tan solo pudiera sanarla. Apoyaste la nariz al costado de la mía, furtivamente, antes de volver al resto de tu empanada. Mi madre nos vio y te pusiste colorado. Mis padres, aunque separados, se reúnen, sin sus parejas, en el cumpleaños de la abuela. Mi padre no ha conseguido mejor suegra y mi madre no puede renunciar a su madre. Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida, dice Mercedes Sosa desde una computadora. ¿A dónde volveríamos nosotros juntos?

Nos sentamos. Vos, dos lugares a la izquierda, del otro lado de la mesa. El asado estaba jugoso como me gusta. Nos sonreímos a través de los vasos y el vino. Liniers dormía bajo el sol y, cuando tu cuello giró para mirarlo, amé tu oreja derecha, tan separada de tu cabeza, la que en Dinamarca te hubieran operado para que estuviera más cerca. La amé como te amé en tus gafas en el auto y la noche de tu primer cumpleaños juntos, en las escaleras de un bar de Palermo. Te veo y pienso en el regalo. Soy un comprador compulsivo, a lo ama de casa: me gustan las boludeces, el supermercado, los artículos de limpieza, especialmente el Blem, la peluquería, la tintorería, la farmacia. Hago todo con una minipimer. Decís, no muy en broma, que sería verdaderamente feliz en un libro de inglés para principiantes.

La sobremesa ruidosa no duró mucho porque aparecieron unos pañuelos blancos sobre la laja, bajo el techo de vigas de madera y tejas coloniales con esa araña parca, flaca, solmene. Mi abuela sacudía las olas díscolas de su falda amplia, torneando las piernas y coqueteando de costado con su compañero de baile bajo los pañuelos que le tapaban la cara. Te pusiste de pie y te dieron un pañuelo. Y te cedieron el lugar en el centro de los aplausos, donde mi abuela cumplía años, gloriosa y radiante, liviana por los años, las travesías y las seguridades. Te miraba con una sonrisa y vos le devolviste esos ojos oscuros, profundos, y la sonrisa contenida. Jugaron al gato y al ratón hasta que la música se paró, mientras zapateabas a destiempo, y terminaron en un abrazo florido. Liniers estaba tan contento que se paró un rato y, languideciendo su tren jubiloso, bailó a tu lado.

Mi madre se te acercó mientras tomabas sol junto a la planta de mandarinas con Liniers. Mi madre no entiende de delicadeces y su educación emocional es mínima, pero no por eso es menos madre. Por lo general es más aburrida que áspera. Y ya no tenías nada entre las manos. Y te lo dijo como se decía antes, sin premeditación, sin preámbulos.

—¿Se van a casar? ¿Con mi hijo?

Vi tu cara de horror y te guiñé un ojo. Y por el tono era imposible saber si mi madre te acusaba, si deseaba un sí, si la estremecía un papelón social. Y sin guías, saliste a flote, como llevás adelante a veces estas cosas.

—Sí, ya pedimos la casa de gobierno para la fiesta. Yo voy a usar el vestido de novia de mi madre.

Y lo dijiste dulce y suave, y te reíste mirándola a los ojos y ella entendió lo que hacías, y pasó su brazo por tu espalda y te agarró de la cintura, y después puso su mano en tu brazo y, casi al oído, te dijo:

—Yo creo que me voy a hacer un sombrero con esa ensaladera y le voy a poner mucha lechuga.

Cuando hablaban del programa de televisión que los dos miran por las noches, me acerqué y, antes de saber su veredicto, le pedí, sin que escucharas, que no decidiera por mí. Aunque yo decidí por los dos en la escalera del bar de Palermo, el día de tu cumpleaños, cuando te ibas con otro y me dijiste que me dejabas ir y yo te dije que estaba con vos, que yo a vos te había elegido esa noche.

Intento un regalo, pero no puedo saber tu reacción. Intento esta familia y Liniers llora. Vos le das su calmante. Es increíble la fragilidad. La facilidad con la que nos integramos, somos parte, nos podemos romper, alguien se puede ir. El sol cae cerca de las seis y media de la tarde. Hay ronda de masas y bebidas calientes. Ya no quedan chicos y apoyo mi cabeza en tu cuello, afeitado, dulce, gentil. Liniers duerme cuando en la misma Palette de esta mañana lo envolvemos. Mi madre te despide con dos besos y una sonrisa. Caminan del brazo, desde el quincho hasta el auto bajo la pérgola, discutiendo mis manías alimenticias, y te explica cómo fue esa casa cuando ella era niña. Acomoda su sweater de casimir sobre las perlas, anudado como una estudiante universitaria de los setenta. Yo sé que te gusta su estilo y su forma parca de querer. Espero que me quieras un poco más por ella. Mi abuela me da comida en una fuente para que no cocinemos en la noche. Igual, ninguno de los dos va a comer.

Ya en casa, de la heladera saco una jeringa con una ampolla. Puedo ver el amor en tus pasos, en la intención de hacerlo y, también, en tu incapacidad. Caminás tomando enormes bocanadas de aire y te tiemblan las manos. Liniers duerme en nuestra cama, ahora en tus brazos. Lo hago mientras llorás sosteniéndolo fuerte. El perro apenas abre los ojos para ver quién le inyecta veneno. Su cuerpo exhala por última vez y, quizá, el nuestro también. La bolsa negra que lo contiene es depositada en el jardín, en el pozo que cavaste por la mañana antes de subir al auto. La tierra que lo envuelve está aún en tus dedos. Y yo no puedo saber si el regalo de hoy te gustó. //∆z