Presentamos un cuento de Luces de Navidad (2014), libro de Francisco Bitar, cuya segunda edición, corregida y ampliada, apareció en Editorial Nudista este año. 

Vamos a tener que esperar, dice el hombre y se sienta frente al chico. Es un pequeño bar con aire acondicionado, de esos que hay también en las estaciones de servicio, pero con el diario de hoy y comida mejor elaborada: pastas, ensaladas y tartas de todo tipo. Resulta difícil creer que mataron a un hombre en este lugar, pero aquello ocurrió años atrás, cuando todavía era un oscuro taller dedicado al cambio de aceite y, según algunos, al negocio de la prostitución.

Afuera el sol pega con una leve inclinación sobre los espejos laterales de las puertas delanteras y justo en ese momento, por el portón de ingreso al lavadero, un Renault 11 color crema sube la rampa con uno de los empleados al volante. A simple vista, no parece que el Renault esté sucio pero tampoco da la impresión de que pueda mejorar: es un auto viejo, sin ningún remedio.

Están terminando de aspirarlo, aclara el hombre.

El chico mira al fondo del lavadero y ve el auto con las cuatro puertas abiertas, como a punto de levantar vuelo. A un lado, las alfombras de goma todavía húmedas se secan en un alambre y brillan bajo el sol caliente del verano. Se trata de un Chevrolet Vectra, elegido el auto del año por el Salón del Automóvil de Detroit, dato que el hombre suele recordar a sus interlocutores.

El chico suelta un suspiro y el hombre dice: Qué.

¿Falta mucho?, quiere saber el chico. ¿En cuánto aspiran el auto?

El chico no está ocupado ese mediodía pero de seguro encontraría algo para hacer si no estuviera atrapado en el lavadero. Ocurre que el hombre está ya muy enfermo y necesita ayuda para manejar.

Dame diez minutos. En diez minutos volvemos, dice el hombre. Tomate algo fresco, yo te invito. Y traé un agua para mí. Natural, agrega.

Al hombre no le gusta que tome alcohol, al menos en su presencia, pero el chico vuelve de las heladeras con una botella de cerveza. El hombre lo mira sin decir nada y el chico pone agua en un vaso y cerveza en el otro.

El hombre toma de su agua y el chico puede ver que no le es sencillo tragar. El hombre pasa la lengua por sus labios y, una vez que se asegura de que su boca está seca, dice:

Yo viví en este barrio.

El chico no lo sabe, y eso que creía conocer todas las historias del viejo. Se trata de barrio Roma, un barrio en el que viven las parejas jóvenes o las familias ya constituidas que nunca lograron despegar. El chico conoce solamente la zona del lavadero y la zona del parque Garay, donde vive una amiga de la que, un par de años atrás, estuvo enamorado. Con sólo recordar el nombre de esa amiga todavía se separa un poco de cualquier situación.

Al principio, con Cecilia, dice el hombre.

¿Sí?, suelta el chico. Algo en ese otro nombre ha captado su atención.

Sí, dice el hombre. Hace muchos años.

No sabía, confiesa el chico. Su mirada está alerta.

Yo era joven y tu mamá también, dice el hombre y mira hacia la calle por encima del hombro del chico. Éramos otros, agrega, y entiende de inmediato que esa es la manera de contar la historia.

*

Hacía poco más de dos años que estaban de novios cuando se mudaron a un pasillo a dos cuadras de avenida Freyre. No era la primera casa que compartían (antes de que ella se recibiera de profesora de historia, Luciano, el novio, pasaba la mayoría del tiempo en el departamento de estudiante de Cecilia), pero sí era el primer departamento que alquilaban juntos. Desde Rafaela, los padres de ella le habían advertido que pondrían fin a su ayuda mensual, por lo que ni bien alcanzó su título ella consiguió tantas horas como era posible en una escuela de Nueva Pompeya, bien al norte de Santa Fe. Con eso cubrían la mayor parte de los gastos, pero él hacía un esfuerzo por no quedarse atrás y se las rebuscaba para cumplir al menos con su mitad del alquiler: Luciano cortaba el pasto en las quintas de Colastiné, pintaba paredes con un amigo, escribía reseñas para el diario.

El departamento era una especie de aborto arquitectónico. De verdad. Había sido el resultado de un loteo mal planificado o, en todo caso, de un loteo resuelto sobre la marcha. La de ellos era la última parte de una vieja casa chorizo y, como consecuencia, cocinaban en el lugar donde había estado el depósito, dormían donde originalmente estaba el gallinero, iban al baño en el antiguo baño de servicio. Eso deprimía a Cecilia pero Luciano se esforzaba por hacerla sentir en casa y casi siempre lo conseguía. Él se creía un poco en la obligación de hacerlo: después de todo había sido su idea la de irse a vivir juntos.

Como te decía, eran jóvenes en esa época, lo que quiere decir que todavía eran pobres. Y cuando digo que eran pobres, me refiero a que pasaban algunas necesidades, pero te estoy hablando también de lo mejor de la pobreza. Colgaban la bolsa de pan en un clavo, por ejemplo, y no volvían a la panadería hasta no haberse terminado la última miga. El televisor funcionaba con una papa y dos agujas de tejer, como pasaba en los dibujitos que vos mirabas de chico. En serio. Tenían un solo canal, dos canales los días de suerte, y había algo en esa misma escasez que les enseñó a mirar la tele de otra forma. Todo era digno de atención: los festivales de doma, los programas de cocina, las carreras de autos. El programa favorito de él eran los documentales, el de ella, el noticiero de medianoche. Cuando empezaban los programas de enero y febrero, ellos se sorprendían un poco y tardaban un par de días en asimilarlos, y cuando se habían acostumbrado a la programación de verano y los programas del año volvían a ocupar su lugar, eso también era motivo de asombro, sabían disfrutarlo.

Durante el primer invierno, sin que hubiera paredes que pintar ni jardines para poner a punto, Luciano aprendió a cocinar, lo que significa que aprendió también a hacer las compras. Como no había modo de guardar la comida por mucho tiempo (la heladera pasaba por su peor momento y faltaba poco para que hubiera que venderla como chatarra), iba todos los días a la despensa, compraba lo necesario para la cena y el almuerzo del día siguiente y, con la bolsa de las compras en la mano, caminaba hasta la parada del colectivo para esperar a la novia. Llegaba con tiempo suficiente para entrar un rato al estacionamiento vacío del ministerio, a un paso de la parada, y sentarse a mirar los partidos de fútbol que se armaban después de horario, bajo la luz del alumbrado público. Una noche faltó un jugador y lo invitaron a entrar. Era un sueño hecho realidad. Luciano jugó por un rato hasta que Cecilia apareció por la cancha, entonces agradeció y pidió disculpas al resto de los jugadores, se tenía que ir. No, dijo ella desde afuera, quedate. Y Cecilia también se quedó a verlo jugar. Sos bueno, le dijo después, de vuelta a casa. ¿No hay nada que hagas mal?, preguntó. Él soltó una carcajada: ganar plata, dijo, y la besó. También eso te va a salir bien algún día, dijo ella. Parecía preocupada.

Como ves, nada les impedía disfrutar de su juventud, siempre dentro de sus posibilidades. Casi todos los días había gente a cenar y las noches de fin de semana la casa se llenaba de amigos. Conversaban a los gritos, a veces con seriedad, y después cantaban o bailaban. Se quedaban bebiendo y fumando hasta el amanecer. Fue una gran época para las fiestas caseras, aunque no sé qué época no es conveniente para ese tipo de fiestas. Al otro día abrían las puertas y las ventanas y la casa parecía elevarse. Con eso era suficiente para borrar todo rastro de humo y alcohol, pero así y todo algo del fin de semana siempre volvía a aparecer durante los días de trabajo. Una etiqueta de cerveza pegada en la pared de la heladera, un corcho que salía rodando desde abajo del sillón. No solamente eso: algo del fin de semana seguía vivo también en ellos, cuando la novia daba clases o el novio escribía una reseña. Un paso de baile logrado, una mirada a escondidas.

Bueno, esto es lo que te quiero contar. Atendeme. Acá viene la historia.

Resulta que en una de estas fiestas aparece un amigo de un amigo. Este amigo de un amigo, que Luciano ya conoce, es egresado de comunicación social y redactor de un pasquín ilegible. De todas formas, se jacta de conocer desde adentro la interna periodística de la ciudad. Después de soltar un chorro aburridísimo (algo sobre la poca atención que suscita el periodismo de autor), le pregunta a él cómo van las cosas por el diario. Luciano responde que no sabría decirle, que tiene contacto solamente con el jefe de sección, pero que más allá de eso sabe muy poco: trabaja en casa y por su cuenta. Pero estás contratado, dice el otro, a lo que Luciano responde que no, no está contratado.

El periodista parece sorprendido y un poco indignado. Dice cosas de los directivos del diario. Les dice criminales, a lo que Luciano pregunta, un poco por hablar, por qué criminales. Por la ley tanto. ¿La ley tanto? Sí. Después de las diez colaboraciones por año, dice el periodista, tienen que contratarte sí o sí. Es la ley, repite. Luciano se queda mirando; de su vaso cae una gota de transpiración. ¿No sabías?, pregunta el periodista.

El lunes siguiente Luciano visita al jefe de sección y para el miércoles tiene su propio escritorio. No ha sido fácil conseguirlo, pero la ley está de su parte: él ya lleva doce colaboraciones en lo que va de este año. Ahora está obligado a pasar seis horas por día en la oficina, de domingo a viernes. La paga no es buena, es incluso menor a lo que gana durante el verano, cuando el pasto crece a toda velocidad y la agenda de jardinería se carga de direcciones. Pero todavía no están en verano (apenas empieza la primavera, se acerca su cumpleaños), el nuevo trabajo tiene un sueldo fijo y Luciano puede hacer un cálculo de sus gastos, como ocurre con cualquier trabajo normal. Es un trabajo normal. Además, aunque remotas, hay posibilidades de crecer, de subir.

Por supuesto que, para celebrar la noticia, organizan una fiesta que coincide con su cumpleaños. Cumple 25. Es la flor de la vida y esta noche en especial él está radiante, aunque a Cecilia le parece un poco gritón. Se lo ha dicho. Hace reír a la gente. Cuando se encarga de la música, la fiesta crece, y cuando sale a bailar, todos lo siguen. Si bien hace poco más de dos semanas que Luciano trabaja en firme, ya hay algunos invitados del diario, entre ellos una correctora que, desde su llegada, incomoda al resto de las chicas. Lleva lentes de marco grueso, se ríe con naturalidad, sin perder la reserva, y no tiene problemas para integrarse. Aún así, Luciano no la mira, o no la mira especialmente, en todo caso. Pero ella lo mira a él.

Cuando llega el momento de la colecta para la segunda compra de bebidas, la correctora colabora con un billete de diez, lo que en esa época representaba una suma significativa. También es la hora en que los hombres se acercan con decisión a las mujeres. Un amigo le habla a la correctora, otro le pregunta a Luciano cuál es el nombre. Cecilia está cerca y escucha. Andrea, responde él. Es divina, dice el amigo, y Luciano asiente.    Hay un silencio notable a pesar de la música, un silencio por encima de la música. Él entiende de inmediato que el hecho de haber asentido le traerá problemas más tarde, cuando los invitados se hayan ido, y quién sabe por cuánto tiempo más.

Un día de la semana siguiente, Cecilia vuelve de la escuela y no lo encuentra en la parada ni tampoco en el estacionamiento. Empieza a oscurecer más tarde y hoy, por primera vez, ha llegado a la ciudad un adelanto franco del próximo verano. Ella ha tenido que sacarse su campera de jean y un pulóver (nada hacía pensar más temprano, al salir, que haría este calor), y ahora lleva todo apretado contra su pecho, contando también carpetas y cuadernos. Hoy más que otras veces podría contar con la ayuda de su novio, pero él no tiene por qué saber que su última hora de clases se suspendió: el campamento de cuarto B en las sierras de Córdoba ha llegado antes de lo previsto y los profesores de Educación Física quedaron a cargo del curso.

Una vez delante del pasillo, deja las cosas en el suelo y revuelve su cartera. Cuando está por meter la llave en la cerradura, la puerta se abre y ella queda cara a cara con la correctora: Cecilia puede notar perfectamente cuando la otra baja la mirada. La correctora lleva sandalias y un vestido de verano, lo que, a pesar del calor, resulta a todas luces una exageración: al fin y al cabo, hace pocos días todavía era invierno.

Ella es Andrea, dice Luciano, y Cecilia responde que ya se conocen. Cuando la correctora intenta dar un paso afuera del pasillo, patea los apuntes de Cecilia. Es un momento raro. Quedan a la vista algunas hojas de carpeta escritas con letras todavía redondas de adolescente. La correctora se inclina pero Cecilia rechaza la ayuda con gentileza. Luciano permanece parado todo el tiempo.

El camino hasta el fondo del pasillo se hace más largo que otras veces. Cecilia toma la delantera y camina sin hablar. Va tan cargada como al bajar del colectivo: ha rechazado la ayuda de Luciano. Al entrar, sobre la mesa de la cocina–comedor, encuentra una botella vacía de cerveza y dos vasos en contacto directo con la madera. No es para tanto una sola cerveza, pero al atravesar el patio para llegar hasta el baño, Cecilia alcanza a ver otro envase que todavía transpira entre las hojas del helecho. Una sola cerveza no es demasiado, pero dos cervezas ya es distinto. Es exactamente el doble.

Cuando ella vuelve, Luciano está enjuagando los vasos. Recién ahora Cecilia alcanza a notar que él no tiene puesta su remera. ¿Cómo es que los hombres en esta ciudad andan sin remera como si diera lo mismo?

Volviste temprano, dice él.

Ella agarra la botella de encima de la mesa, da un paso y la coloca en el patio, junto a la otra. Después parece pensarlo mejor y corre las dos botellas lejos del helecho, de modo que quedan a la vista.

¿Hice mal?, pregunta Cecilia de vuelta en la cocina.

Luciano pasa una rejilla por la mesada de piedra y se toma un vaso grande de agua. Después se da vuelta para quedar de frente a Cecilia por primera vez en la tarde.

¿Interrumpo?, pregunta ella.

No, se apura a decir él, ya habíamos terminado.

Ah, ya habían terminado.

Sí, dice Luciano. Nos volvimos caminando desde el diario. Nos dio calor y dijimos de tomar una cerveza.

Ahora Luciano pasa la rejilla por la mesa pero los círculos de los vasos y las botellas no se borran.

El repasador va antes de tomar, ¿no sabías?, dice Cecilia. Si no queda marcada la madera. ¿Tan difícil es acordarse de eso?

Entonces ella abre la puerta de entrada y también la ventana corrediza por encima del secaplatos. Él tiene que moverse de manera brusca para darle paso y, al cabo del salto, queda apoyado en la cocina, con el culo sobre las perillas.

Qué hacés, dice Luciano.

Ventilo la casa, dice ella. A ver si se va un poco ese perfume de puta.

Es algo fuerte para decir, incluso para alguien en la situación de Cecilia.

Por un momento nadie habla pero ninguno de los dos abandona la cocina. Por la ventana y la puerta entra el rumor de los autos que vuelven a casa después del segundo turno de trabajo. Ahora todos los negocios de la ciudad están cerrados a excepción de algunos kioscos y almacenes, los negocios de comida y las farmacias de turno. Este también es el momento en que Cecilia corre sus carpetas y tiende el mantel, aunque todavía sea temprano para hacerlo. De todas maneras parece importante poner algo encima de la marca de los vasos. Unas marcas que capaz nunca se borren.

¿Ya vamos a comer?, pregunta Luciano.

Quiero acostarme temprano, dice ella, aunque no se la ve tan cansada.

¿Qué tenemos para cocinar?, pregunta Cecilia.

Hay un silencio. Él mira el piso.

¿No compraste nada?

Luciano, en lugar de responder que no, dice:

Ahora voy hasta la despensa y compro unos bifes.

Ahora está cerrada la despensa, dice ella.

Bueno, dice él, me cruzo a la pollería y traigo medio pollo.

¿Te olvidaste que teníamos que comer?

¿Eh?, suelta Luciano. La pregunta es disparatada pero también está ganando tiempo.

Que si te olvidaste de la comida. Se ve que estabas muy entretenido.

Qué te pasa, dice él.

¿Qué estaba haciendo esa mina acá?

Nada. Te dije que estábamos tomando una cerveza.

Dos cervezas, dice Cecilia. Hay una diferencia. Además me dijiste que ya habían terminado. ¿Qué mierda era lo que habían terminado, me podés explicar?

Luciano no habla. Quiere poner en claro con ese silencio que ella ha perdido el control. Pero antes de que algo así pueda entenderse del todo, ella agarra la remera que está colgada del respaldo de la silla y se la tira con fuerza a la cara. Él alcanza a atajarla. Ya es de noche.

Ponete la remera de una vez, dice ella.

Con esto, Luciano acaba de entrar en la discusión. En general, cuando discuten, ella se adelanta, acusa primero, y no descansa hasta involucrarlo.

Qué te pensás, dice él, que yo traigo minas a la casa mientras vos estás en la escuela.

Supongo que nunca lo voy a saber.

Andrea es una compañera de trabajo.

No me la nombres, dice ella.

Andrea, repite él. Si quisiera hacer algo con Andrea, me la llevaría a otra parte, dice Luciano, como si conociera perfectamente cómo funcionan estas cosas.

Ni acá ni en ninguna otra parte, agrega él para que no queden dudas sobre su posición.

Ella parece calmarse. Siempre que él entra en la discusión, ella se tranquiliza un poco.

¿Me lo hubieras dicho si no los cruzaba en la puerta?, pregunta Cecilia, casi en voz baja.

Por supuesto, dice él, si no hay nada de malo en lo que hicimos.

Entonces Luciano da un paso al frente para abrazarla. Cuando lo tiene cerca, ella siente otra vez el perfume de la correctora en su piel, mezclado con el olor de las cervezas. Cecilia se aparta.

Bueno, te perdono, dice, aunque no parece demasiado convencida. Y agrega: pero no la quiero ver más en esta casa.

No te pedí perdón, dice él. Y eso de quién entra y quién no entra, no lo vas a decidir vos sola. Esta casa también es mía.

No tanto, dice ella. O no te acordás que yo pagué el depósito y el alquiler de todo el invierno. ¿Quién pagó recién las cervezas que se tomaron? Dejame adivinar.

Él no dice nada. Se pone por fin la remera, agarra sus llaves y sale del departamento.

Afuera corre un viento frío: la primavera parece ser el momento del año en que el invierno va y viene según sea de día o de noche. Por un segundo Luciano duda, no sabe adónde ir. Después decide caminar hasta el almacén de la esquina: no es exactamente un lugar al que ir pero se tomará una cerveza y, mientras lo hace, pensará qué hacer, cómo seguir a partir de ahí.

Compra y sale a tomar, sentado en el cordón. Ha pagado. Ya no necesita que le fíen ni que le presten: él puede pagar perfectamente lo que toma. No tiene problemas al pedir prestado el envase: el almacenero es un tipo generoso que por lo general, al final del día, hace jueguito con una naranja.

Entonces, a unos metros de Luciano, ocurre algo extraño. Hay un choque. No parece un choque violento, para nada capaz de dejar a alguien inconsciente. El almacenero sale disparado del negocio y él también se acerca al lugar, donde uno de los autos perdió las ópticas delanteras y quedó oscuro, y el otro está abollado en la cola pero sigue iluminado.

En el auto oscuro hay una pareja, el hombre al volante. Trata de darle aire a la mujer, que tiene la cabeza hacia atrás y no responde. El otro conductor se baja del auto y, mientras se acerca, mira el abollón en el guardabarros; estaba dispuesto a pelear, pero se muestra preocupado ni bien entiende lo que pasa.

Después de la primera conmoción, hay una reacción inmediata. El almacenero se pierde en el interior del negocio para llamar una ambulancia; el otro conductor va hasta el baúl de su auto, se demora un rato buscando las balizas y las coloca atrás del auto oscuro.

Mientras tanto, Luciano mira por la ventanilla del conductor. La mujer, del otro lado, no parece herida pero, quién sabe, puede estar sangrando por dentro. El hombre la sacude de un brazo y le acaricia la mejilla. Mi amor, le dice, despertate. Le corre el pelo de la cara y se lo coloca atrás de la oreja. Es como si se pusiera a buscarla en un sueño profundo para traerla de vuelta. Llega a soplarla, a darle aire de su propio aire. Entonces las luces del tablero se prenden de golpe, las agujas van hasta el final y vuelven a la posición de contacto, y la mujer reacciona. Arruga los ojos, igual que cuando despertás un chico prendiéndole la luz.

Ella pregunta qué pasó y el hombre le dice que chocaron. Te dormiste, dice él. Tal como te lo cuento, las palabras exactas. Entonces vuelve el almacenero avisando que la ambulancia ya está en camino, pero la mujer levanta una mano, dice que no hace falta. Me asusté, solamente, dice la mujer. El conductor del otro auto sonríe.

El espectáculo ha terminado, no hay nada más que ver ahí. Fue un accidente menor, un par de autos abollados. Luciano vuelca la cerveza en un árbol, devuelve el envase y se cruza para comprar medio pollo. Desde el mostrador de la pollería puede ver a los hombres que se ponen de acuerdo. Intercambian números de teléfono, que anotan sobre el techo del auto, atrás de la ventanilla de la mujer. Después se dan la mano, prueban el arranque y salen en la misma dirección en que venían. Quedan solamente los vidrios del choque. Anaranjados, rojos y transparentes, brillan en la esquina bajo la luz de la calle, y Luciano, que lleva la comida de esta noche, los pisa camino del departamento.

De vuelta, la mesa está servida para dos, su vaso y su plato en la punta, y a un costado, el vaso y el plato de ella. La cocina está iluminada. La casa, que había quedado a merced del clima exterior, está cerrada ahora y se ha calentado con el fuego de la olla y con el ir y venir del cuerpo de Cecilia, que prepara un arroz.

Ella tiene un cucharón en la mano y está vestida con ropa de cama: una vieja remera mangas largas que perteneció a Luciano, con cuello en V y un tigre en el pecho, un pantalón pijama y pantuflas.

Estoy haciendo arroz, dice.

Él deja el medio pollo sobre la mesada y la abraza.

Perdoname, dice ella. Es todo un poco nuevo para mí.

Es mi trabajo, tenés que entender, le dice Luciano.

Me pone contenta que estés trabajando, no es eso. Pasa que ella es tan linda. Te escuché que lo decías en tu cumpleaños.

Vos sos linda, dice él.

Ella lo abraza y Luciano vuelve a decir lo correcto:

Nunca te voy a hacer una cosa así.

¿Me lo prometés?

Te lo juro.

Qué rico olor tiene ese pollo, dice Cecilia en el pecho de Luciano.

Arroz con pollo, dice él.

*

El chico no tiene nada para decir después de la historia, pero cree que, aunque quisiera, no podría hablar: no hay espacio en su garganta, algo así como una piedra la está bloqueando. Lo mejor en este momento es quedarse callado.

Si bien el viejo dio algunos sorbos de su agua mientras hablaba, el chico no tocó su cerveza; ahora que uno de los empleados del lavadero se acerca y golpea el vidrio para que salgan, el nivel de la bebida en las botellas ya no cambiará. El empleado lleva una visera azul de Elf y agita las llaves del auto a la altura de su cara. Cuando el hombre y el chico se ponen de pie, el empleado mira la botella de cerveza.

El Vectra está reluciente. El chico se ofrece a manejar. Con la enfermedad, las piernas del hombre se han puesto flacas y rígidas como palos de escoba, de modo que el chico lo ayuda a subir. Cuando toma su lugar frente al volante, lo inunda el olor a la cera que usaron para repasar el tablero.

El chico baja con cuidado la rampa y hace saltar las rejillas de la entrada. Dobla hacia el centro en la primera esquina.

Papá, le dice el chico, pero se detiene en seco. Pone el cambio en punto muerto y deja que el auto descanse.

Muy lindo el cuento, continúa, aunque no suena para nada como lo que estaba por decir.

El hombre asiente sin apartar la vista de su ventanilla.

Están frente a un semáforo de calle Suipacha y, a los costados, los peatones ya no bajan a la calle: es el turno de los autos. Ellos se alejan de barrio Roma, donde el hijo amó a una chica hace pocos años. Por un tiempo pensó en volver a llamarla pero si no lo hizo entonces menos sentido tendría hacerlo ahora. En realidad, por cada día que pasa, más extraño es el llamado.

bitar luces